Esta semana, los firmantes de la Convención Americana Sobre Derechos Humanos (CADH) se enfrentan a un desafío histórico: elegir a los magistrados que integrarán el más alto tribunal regional en la materia: la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Esta elección es particularmente preocupante para quienes trabajamos como abogados, docentes y defensores de derechos humanos en Ecuador, debido a que el Gobierno de Rafael Correa avaló la postulación del actual presidente de la Corte Constitucional, Patricio Pazmiño, a tan importante cargo.
Si nos fijamos en la trayectoria reciente de Pazmiño, podremos concluir sin mayores complicaciones que este no cumple con los requisitos mínimos de independencia e imparcialidad para integrar el órgano de derechos humanos más importante en América. Esta crítica responde a un análisis serio de su trabajo como presidente de la Corte Constitucional del Ecuador, y cómo ha debilitado el ejercicio de los derechos que consagran la CADH y la Constitución de Ecuador.
Para ser juez de la CIDH no basta conocer la materia de derechos humanos. Tampoco basta con haber “trabajado” —de manera genérica— en cuestiones relacionadas con derechos humanos. Un candidato medianamente aceptable debería demostrar que sus gestiones, ya sea desde lo público o lo privado, han contribuido notablemente a fomentar la vigencia y observancia de las normas y estándares emanados del Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH).
Así, aún si aceptáramos que Pazmiño reúne los requisitos académicos y profesionales para ser juez de la CIDH, carece, creo, del requisito fundamental: tener un compromiso serio de que tales preceptos sean respetados. Su falta de compromiso es fácilmente demostrable comparando las normas y estándares emanados del SIDH (que son de obligatorio cumplimiento para Ecuador), y las decisiones que en años recientes ha emitido la Corte Constitucional que preside.
Antecedentes dudosos
En materia de libertad de expresión, la CIDH indicó en la Opinión Consultiva OC5-85 que “el periodismo es la manifestación primaria y principal de la libertad de expresión del pensamiento y, por esa razón, no puede concebirse meramente como la prestación de un servicio al público (…)”.
No obstante, cuando se demandó la inconstitucionalidad del art. 5 de la Ley Orgánica de Comunicación (LOC) por consagrar a la comunicación social como un servicio público, la Corte Constitucional negó el reclamo, agregando además que los periodistas, en calidad de prestadores de ese servicio, tienen obligaciones y deberes que deben observar. Así, el derecho a la libertad de expresión fue transformada, con el aval de Pazmiño en un servicio, y nosotros los ciudadanos, ya no es sus titulares sino en sus garantes.
Los demandantes alegaban que las responsabilidades ulteriores establecidas la LOC constituían tipos abiertos e imprecisos que contrariaban el principio de legalidad establecido por la CIDH en los casos Kimmel v. Argentina, Palamara Iribarne v. Chile, Usón Ramírez v. Venezuela y otros. Preocupaba especialmente la vaguedad de la figura del “linchamiento mediático”, por las posibles arbitrariedades que podría generar su aplicación.
Contrariando a la CIDH, la Corte Constitucional reconoció que la figura era ambigua, pero que la determinación de su alcance quedaría a criterio de la Superintendencia de la Información y Comunicación. Con ello, se permitió que el derecho a la libre expresión quede al arbitrio de un ente adscrito al Poder Ejecutivo, que vive enfrentado constantemente con la prensa independiente.
Algo similar ocurrió con la decisión sobre la inconstitucionalidad del Código de la Democracia. Ahí, la Corte Constitucional decidió que los medios de comunicación podrían “emitir información u opinión, pero no hacer promoción directa o indirecta en favor o en contra de algún candidato o partido político”.
Al hacerlo, violó lo dispuesto por la CIDH en Ricardo Canese v. Paraguay, donde destacó “la necesidad de que se proteja la libertad de expresión en el marco de una contienda electoral, pues todos han de poder indagar y cuestionar (…) así como disentir y confrontar sus propuestas, para formarse un criterio con miras al ejercicio del sufragio”.
Otros atropellos
El silencio de Pazmiño ante los atropellos de los tribunales inferiores son igualmente graves. En 2013, un juez provincial reiteró un fallo de primera instancia donde se aceptó una acción de protección presentada contra el diario La Hora por el subsecretario de la Administración Pública, por “haber violado el derecho a la honra de la Función Ejecutiva” (¡!) al publicar un artículo donde se cuestionaba el gasto público en publicidad oficial.
A pesar de que el artículo 25 de la Ley Orgánica de Garantías Jurisdiccionales y Control Constitucional le faculta a la Corte Constitucional a revisar sentencias que por su gravedad y relevancia podrían afectar derechos fundamentales, la Corte toleró la aberración jurídica que hoy en día es costumbre en este país: que una institución pública se atribuya titularidad sobre derechos humanos. Ello, a pesar de que la CIDH sostuvo, en Usón Ramírez v. Venezuela, que los derechos consagrados en la CADH corresponden a las personas —es decir, a seres humanos— y no a instituciones públicas.
De lo anterior, podemos barajar dos opciones. O Pazmiño desconoce la jurisprudencia interamericana (y por eso no es capaz de aplicarla cuando la situación lo ha exigido); o, conociéndola, ha optado por contravenirla por no ser conveniente al régimen de turno.
Si lo primero fuera correcto, Pazmiño no cumpliría el requisito establecido en el artículo 52 de la CADH, que indica que quienes aspiren a jueces de la CIDH deberán ser juristas “de reconocida competencia en materia de derechos humanos”. Si resultara ser lo segundo, en base a ese mismo artículo Pazmiño no podría considerarse como un jurista de “alta calidad moral”. Si a ello le sumamos los escándalos no aclarados por corrupción que han surgido mientras ha presidido la Corte Constitucional, estamos frente a un candidato que posiblemente tampoco es probo para ostentar ese cargo.
En este sentido, los Estados Partes de la CADH deberán elegir entre el mejoramiento técnico y jurídico de nuestra más alta Corte regional, o por la politización progresiva y la metida de mano en un tribunal que para muchos, es la última esperanza para obtener verdad, justicia y reparación.
María Dolores Miño es especialista en Derecho Internacional Público y Derechos Humanos, docente en la Facultad de Derecho UDLA-Quito. Síguela: @LoloMino.