EnglishLa sangre que compartimos es la que se riega en el asfalto, mezclada con el polvo de las calles de Venezuela.
A las 10:40 am. de hoy mataron a un hombre en un café de La Boyera, en El Hatillo. Es una zona a las afueras de Caracas, de relativa tranquilidad.
Dos tipos armados, en moto, entraron y simplemente le quitaron la vida al ahora difunto en un acto de poder (e impunidad).
Situación irregular en el Rey David de La Boyera pic.twitter.com/HJAAQ7FOTD
— SuperConfirmado (@superconfirmado) August 4, 2014
No se puede asegurar aún si el hecho fue producto de un sicariato, o como mal dicen algunos periodistas “un ajuste de cuentas”. El venezolano se escuda en ellos para decir “a mí no me va a tocar”. Pero, sin importar cual haya sido el motivo detrás de su asesinato, en Venezuela, inocentes y culpables se mueren por igual en las calles.
La justicia no tiene ningún valor, y los humanos se encargan entre sí mismos de ejecutarla a juicio personal. Esto, parece que no le importa a muchos de los que se excusan en la teoría del sicariato para no sentir miedo y dolor.
La conclusión viene de experiencia propia. En la mañana que siguió al 12 de febrero de este año, cuando murieron de tiros en la cabeza el joven manifestante Bassil DaCosta y el activista del chavismo Juancho Montoya, pasé caminando –como lo hacía todos los días— por el lugar donde aún la sangre estaba fresca. Por el orden de los hechos siempre pensé que esa era la sangre de Bassil.
Me senté un rato a sentir el dolor de su muerte. Pensé que se merecía mi tiempo. La gente pasaba, la esquivaba con asco, algunos ni la veían, como si el día anterior no hubiese sucedido una campaña asesina en la esquina de Tracabordo, en Candelaria, Caracas.
Como en la foto que tomé (ver arriba) el propietario del local comercial que estaba justo en frente de la sangre, echaba baldes y baldes de agua para quitarla. Pero se negaba a irse.
Pocas personas de las que entrevisté se mostraban dolidas por la muerte de Bassil, pero no por la de Juancho. Al hombre se le atribuían crímenes, asesinatos y otras cosas malas relacionadas al chavismo.
En la esquina pusimos un pequeño altar con imágenes y mensajes para Bassil. La gente escribió frases en la pared y algunos vecinos rezaban. Esto no podía pasar desapercibido.
Pero a los días me enteré de que la sangre que lloré era la de Juancho, a quien yo había entrevistado para El Universal cuando este formaba parte del plan de desarme de colectivos armados.
En ese momento experimenté el sentimiento que me lleva a esta reflexión: No me dolió tanto la muerte de Juancho como la de Bassil. Al minuto me sentí horrorizada de mi misma. Es el origen de ese “poco dolor” que sentí por Juancho el que carcome a mi país. ¿Quién era yo para juzgar la continuidad de la vida de Juancho?
Me di cuenta de que la sangre de todos los muertos es la sangre que compartimos, porque en Venezuela, pareciera que no hay manera pacífica de dirimir ningún asunto. Creemos que tenemos el poder de decir lo bueno y lo malo para los demás. De definir modos de vida, pensamientos, religiones, y tendencias sexuales, apropiadas y desapropiadas.
En la familia, en la escuela, en las juntas de condominio, y en los consejos comunales, el totalitarismo es la ley. Todo el mundo está esperando su turno para ejercer el poder sobre los demás.
Los asesinatos masivos que vemos todos los días no son más que la expresión de lo mismo: cada quien se cree capaz de decidir sobre la vida de los demás. Esta percepción demuestra la carencia absoluta del concepto de libertad en nuestra sociedad.
El ejercicio del Gobierno actual –y muchas veces de la oposición— también lo confirma. Se dedican a hacer una continua cadena de decisiones para imponer un sistema de vida único, donde la ley y la justicia la hace el mandamás (ver el caso de Leopoldo López y otros presos políticos). Los seguidores de ambos bandos solo quieren que el totalitarismo venga del lado más conveniente; creo que no hemos aprendido nada.
El asesinato impune no es otra cosa que una consecuencia de ese pequeño dictador que todos los venezolanos llevamos dentro. Espero que hoy en El Hatillo la gente no se conforme con decir “fue un sicariato. Algo malo habrá hecho”, porque la sangre de hoy también la compartimos.