Hace poco me sorprendí de lo mucho que quedó de Chávez en los venezolanos. Inmediatamente después pensé que quizás el llamado “comandante supremo” no fue más que la consumación del espíritu o la conducta totalitaria de los venezolanos.
Llegué a esta conclusión después de un desafortunado incidente en la oficina de una empresa internacional de seguros en Caracas. Una mujer muy bien vestida entró y tomó número para su diligencia. Apenas pisó el local fue abordada por otra mujer que trabajaba en la oficina como personal de seguridad, y le indicó que no podría entrar de nuevo vistiendo pantalones cortos a las oficinas de la empresa. La mujer se quedó sorprendida. El resto de las personas que esperaban sentadas hundieron sus cabezas en las revistas, libros o celulares que ocupaban sus manos. Yo no pude.
Hablé con la mujer vigilante y le pregunté “¿Cómo es la cosa?”. Al ratificarme lo que había oído, me explica que recientemente muchas mujeres habían entrado al lugar con pantalones muy cortos y que el asunto podría traer problemas. Yo me quedo sin entender y le aseguro que en la Constitución de Venezuela nunca se habla de “códigos de vestimenta”, y menos se indica el derecho a usar atuendos de acuerdo al sexo del ciudadano. La pobre mujer —increpada por mí— aseguró que la empresa quiere prevenir altercados, pues en otras oportunidades hombres que acuden a la oficina se quedan viendo a las jóvenes voluptuosas en shorts con ojos de perros hambrientos, y la empresa no quiere que “pase nada malo ni se abuse de alguna persona en sus instalaciones”.
En seguida veo la cara del resto de las mujeres sentadas en la oficina. Todas se concentraron en el tema. Yo dije: “Creo que a todo el mundo le quedó un pedacito de Chávez dentro, porque ahora cualquiera se cree en la posición de restringirle derechos a los demás”. Varios asintieron en señal de aprobación, pero otros aseguraban que los pantalones cortos tampoco eran el atuendo adecuado para salir a la calle a hacer alguna diligencia. Inició el debate colectivo.
Para mi disgusto, muchas personas apoyaron la idea de que para prevenir un abuso se justificaba la restricción de un derecho. “Habrá que poner un aviso de ‘prohibido faltar el respeto’ en vez de ‘prohibido mostrar las piernas’”, dije yo, pero la mayoría seguía en el discurso de que es “mejor prevenir” y que “no está bien visto entrar a lugares serios con shorts o faldas cortas”. Nunca nadie habló de lo que sucedería si un hombre entraba con el mismo atuendo. La representante de la empresa siempre insistió en el alegato machista (¡que en el fondo culpa a la mujer de tener nalgas!) y yo aseguré que cada quien tiene derecho a vestirse como quiera.
Después de eso no continué la discusión, pues me di cuenta que las mismas mujeres estaban enceguecidas y justificaban la pérdida de su derechos con tal de mantenerse dentro de la visión mayoritaria y “bien vista” del asunto.
El suceso me dio un flashback histórico a 1992, cuando Hugo Chávez intentó dar un golpe de Estado militar al entonces presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez. Yo apenas tenía tres años, pero un amigo periodista, Alonso Moleiro, una vez me comentó que se impresionaba en aquel entonces de cómo la gente aplaudía el hecho bajo el argumento de que el gobierno elegido era corrupto y el país andaba mal, y sin embargo criticaron muy poco la conducta antidemocrática del golpista a quien después hicieron presidente de la República (a través de elecciones libres). Como con el suceso de los shorts, ganó la dictadura de la mayoría porque los venezolanos no se toman en serio la democracia.
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Muchas escenas sociales me ratifican que aquí es mejor alinearse con el pensamiento de “buenas intenciones” de una mayoría visible (aunque eso viole la ley) que unirse a la diversidad, o respetarla. La conciencia de la legalidad es muy vaga, y es siempre apta a interpretaciones flexibles cuando las cosas que se persiguen son en esencia “buenas”. Para muchos parecerá trivial el suceso de los shorts, y no es que me gusten y por ello los defienda. Es que creo que para que Venezuela cambie se deben respetar los mínimos democráticos como el derecho a que la ley se cumpla y se respeten los derechos que compartimos. Eso incluye cosas tales como negarnos a la corrupción (en todos sus niveles), dejar de lado los paradigmas machistas, aceptar modos de vida que no nos gustan o que no son tradicionales, y tantos otros cambios que nos hacen falta. Durante las protestas que iniciaron en Venezuela el 4 de febrero de 2014 nos hemos topado con muestras decepcionantes de cómo ese espíritu sigue dentro de los venezolanos (de oposición o del chavismo, o como se llamen). La colocación de barricadas continuas y la violencia de quienes las pusieron me ratificaron también este talante totalitario. Y es que hay gente que quiere exigir derechos como la libertad, coartando la libertad de los demás. En fin, un ejercicio totalitario.
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Para que este país comience a cambiar hace falta renovar la mente (como lo dice la Biblia, casualmente). Los venezolanos tenemos que sacar al dictador que llevamos dentro y ser verdaderamente democráticos en nuestros entornos de vida, y eso implica aceptar la diversidad, escuchar con respeto las opiniones de todas las personas —hasta las de aquellos que veamos como nuestros enemigos—, tomar en cuenta a los demás al momento de construir beneficios comunes, dejar de mandar por satisfacción de poder y comenzar a respetar. Lo que está pasando ahora es responsabilidad de todos.
La democracia se construye con valores como estos, no podemos esperar a que un gobierno venga a imponernos la democracia, porque en ese momento dejaría de ser democracia. Ella nace como producto del pensamiento y del ejercicio ciudadano y familiar de todos los que compartimos este pedazo de tierra.