EnglishPor Angel Soto y Rafael Rincón.
El progreso, quizás una de las grandes ideas fuerza de la cultura occidental, nos ha acompañado por centurias. Primero, con la introducción de la agricultura hace miles de años. Luego vino la revolución industrial, una explosión de inventiva tecnológica y alto rendimiento que dobló hacia arriba la larga y recta línea de la pobreza humana, elevando los ingresos y la esperanza de vida de las personas en apenas unas cuantas décadas. Hoy, a velocidad de vértigo, la globalización nos mueve, las tecnologías alargan y facilitan nuestra existencia y nos interconectan en una red de incontables líneas luminosas, todas conductoras de información infinita que no reconoce fronteras. Vivimos, qué duda cabe, en un mundo mejor.
En esta tercera ola —como diría Alvin Toffler— de la sociedad postindustrial y del conocimiento, los engranajes y los brazos mecánicos no son lo fundamental, sino la mente humana. Hoy no acusamos a inventores y científicos de herejes o brujos; mucho menos los quemamos en la hoguera. Por el contrario, queremos más patentes.
Nos maravillan y fascinan los avances de la técnica y de la salud, pero cada vez nos sorprenden menos por lo habituados que estamos a ellos. Creemos que (casi) nada es imposible porque hemos realizado las visiones de Da Vinci y el sueño lunar de Julio Verne. La ciencia ficción no nos sorprende como antaño, pues la famosa obra de Karel Čapek, R.U.R (1920), que por primera vez empleó la palabra “robot” en el sentido en que hoy la entendemos, apenas si nos llama la atención por su atrevida idea de autómatas en tan tempranos años del siglo pasado. Por esto demandamos de Hollywood más osadía imaginativa en los contenidos que en los efectos especiales. En suma, ya no “fantaseamos”, porque el difuso límite entre fantasía y realidad nos parece cada vez menos difícil de cruzar. Incluso, hay quienes temen de nuestra capacidad creativa y avizoran —a ratos con pesimismo apocalíptico— nuestra propia destrucción.
Hasta aquí podría creerse que sólo hemos avanzado materialmente, pero no es así. La expansión del conocimiento y la calidad de vida han aumentado a tal punto, que hoy buscamos felicidad y trascendencia en otras cosas. Queremos nuevas experiencias y apoyamos causas que siglos o décadas atrás no eran objeto de atención, como el cuidado del medio ambiente y de los animales.
Pero si hemos avanzado es porque hemos superado colosales desafíos. El progreso no es un camino lineal de éxitos sucesivos y eliminación de problemas. Dos guerras mundiales, sólo en el siglo XX, cuando obtuvimos los más sorprendentes logros de la humanidad, bastan para entenderlo. Entonces, ¿celebramos y seguimos la marcha? ¿Nos detenemos, temerosos de nuestro propio ingenio? Seis planteamientos sobre la idea de progreso aclaran la cuestión.
El progreso es, primera y esencialmente, vivir mejor. Más años y más felices gracias a bienes y servicios cada vez más beneficiosos para nuestra salud, educación y entretenimiento; es tener trabajos, ingresos y tecnologías superiores que facilitan la vida; es ver que estamos mejor que nuestros padres y abuelos; es estar esperanzados al sentir que nuestros hijos podrán estar aun mejor.
Segundo: Es el cambio inteligente y consecuencia positiva del ensayo y error, pero no es el cambio mismo, ni todo cambio resulta en progreso. Progresamos cuando identificamos fallas y las corregimos, cuando hacemos ajustes y reconocemos qué funciona y qué no; es la inteligencia humana en acción.
Tercero: Es transmisión libre de saber. Es cuando las sociedades más atrasadas aprenden de las más adelantadas, adquiriendo sus avances. No debemos mirar la globalización como dominación y atraso, sino como la oportunidad histórica más impresionante para la circulación de ideas y conocimiento.
Cuarto: Es pluralismo y libertad. ¿Somos testigos de la homogeneización del mundo, como se pregunta Johan Norberg en “En defensa del capitalismo global”? ¿Somos más uniformes y culturalmente más pobres? No. ¡Somos cada vez más plurales! A diario se expande la diversidad y la variedad como nunca antes en la historia; es más fácil tener a nuestro alcance una inmensa gama de alternativas culturales. Nuestras ciudades son multicolores y hay más oportunidades para que diversas opciones, por pequeñas o desconocidas que sean, se expresen y muestren a miles de kilómetros de distancia. ¿Podíamos encontrar comida peruana, tailandesa o japonesa en Santiago hace 30 o 40 años? ¿Teníamos la variedad cultural actual, por ejemplo, en cines y teatros? ¿Veíamos nuestras calles llenas de personas de todo el mundo? ¿Conocían nuestra cultura fuera denuestro país? Ver en la televisión por cable a un chef recomendar el merkén, tan propio nuestro, es elocuente.
Quinto: El progreso estimula la realización personal y es un mundo de oportunidades; es material, pero también abundan las satisfacciones y beneficios intangibles. Somos más felices cuando gozamos de libertad y logramos las metas con nuestros medios y esfuerzos. Lo vivimos cuando sentimos lo que es la dignidad y la esperanza, lo vemos en los movimientos migratorios que atraen a las personas hacia el progreso, mientras el fracaso las ahuyenta. Chile es un buen ejemplo de ésto.
Sexto: Las oportunidades develan un futuro abierto y por construir. A diferencia del desarrollo, que podría ser “más de lo mismo”, el progreso se enfrenta a lo desconocido y a la posibilidad de algo distinto; no se limita al crecimiento de lo que ya existe, sino a la aparición de imponderables y a la apertura de nuevos caminos y opciones. No podemos avizorar el porvenir con precisión, porque el azar y la acción humana pueden producir inflexiones tremendas. Aparecen nuevos problemas y desafíos, pero también nuevos beneficios y oportunidades. Aquí juegan principalmente las preferencias, deseos y proyectos de millones de personas diversas y portadoras de información de incalculable valía, cuantía y tamaño.
Progresar implica, pues, perseverar con coraje frente al mundo venidero, que no está escrito ni condenado a un destino inexorable. Dependerá de lo que hagamos con nuestras mentes y manos, de nuestras decisiones y acciones. Por eso, para continuar es vital la claridad respecto a qué ideas e instituciones nos han favorecido. Reconocerlas es parte de “la inteligencia humana en acción”.
Este artículo fue originalmente publicado en La Tercera.