Desde que se difundió por ahí que estoy escribiendo un libro llamado “La Mente Revolucionaria”, he recibido muchos pedidos de una explicación previa sobre el fenómeno designado en ese título.
La mente revolucionaria es un fenómeno histórico perfectamente identificable y continuo, cuyos desarrollos a lo largo de cinco siglos pueden ser rastreados en una infinidad de documentos. Ese es el tema de investigación que me ocupa desde hace algunos años.
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“Libro” no es talvez la expresión correcta, porque he presentado algunos resultados de ese estudio en clases, conferencias y artículos y ya ni sé si algún día tendré fuerzas para reducir ese material enorme a un formato impreso identificable. “La mente revolucionaria” es el nombre del tema y no necesariamente de un libro, o dos, o tres. Nunca me preocupé mucho con el formato editorial de aquello que tengo que decir. Investigo los temas que me interesan y, cuando llego a algunas conclusiones que me parecen razonables, las transmito oralmente o por escrito conforme las oportunidades se presentan. Transformar eso en “libros” es un fastidio que, si yo pudiese, se lo dejaría a un asistente. Como no tengo ningún asistente, voy postergando ese trabajo mientras puedo.
La mente revolucionaria no es un fenómeno esencialmente político, sino espiritual y psicológico, aunque su campo de expresión más visible y su instrumento fundamental sea la acción política.
Para facilitar las cosas, uso las expresiones “mente revolucionaria” y “mentalidad revolucionaria” para distinguir entre el fenómeno histórico concreto, con toda la variedad de sus manifestaciones, y la característica esencial y permanente que nos permite aprehender su unidad a lo largo del tiempo.
“Mentalidad revolucionaria” es el estado de espíritu, permanente o transitorio, en el cual un individuo o grupo se cree habilitado a reformar el conjunto de la sociedad —si no la naturaleza humana en general— por medio de la acción política; y cree que, como agente o portador de un futuro mejor, está por encima de todo juicio de la humanidad presenta o pasada, sólo teniendo que rendir reparaciones al “tribunal de la historia”. Pero el tribunal de la historia es, por definición la propia sociedad futura que ese individuo o grupo dice representar en el presente; y como esa sociedad no puede atestiguar o juzgar si no a través de su mismo representante, es claro que así se convierte no solo en el único juez soberano de sus propios actos, sino en el juez de toda la humanidad, pasada, presente o futura. Habilitado a acusar y condenar todas las leyes, instituciones, creencias, valores, costumbres, acciones y obras de todas las épocas sin poder ser a la vez juzgado por ninguna de ellas, él está tan encima de la humanidad histórica que no es inexacto llamarlo de Super-Hombre.
Autoglorificación del Super-Hombre, la mentalidad revolucionaria es totalitaria y genocida en sí misma, independientemente de los contenidos ideológicos de que se llene en distintas circunstancias y ocasiones.
Negándose a dar reparaciones sino a un futuro hipotético de su propia invención y firmemente dispuesto a destruir por la astucia o la fuerza todo obstáculo que se interponga en el camino de la remodelación del mundo a su imagen y semejanza, el revolucionario es el mayor enemigo de la especie humana, cerca del cual los tiranos y conquistadores de la antigüedad impresionan por la modestia de sus pretensiones y por una notable circunspección en el uso de los medios.
El advenimiento del revolucionario al primer plano del escenario histórico -fenómeno que comienza a perfilarse alrededor del siglo XV y se manifiesta con toda claridad a finales de siglo XVIII- inaugura la era del totalitarismo, de las guerras mundiales y del genocidio permanente. A lo largo de dos siglos, los movimientos revolucionarios, las guerras emprendidas por ellos y la matanza de poblaciones civiles necesaria para la consolidación de su poder, mataron muchas más personas que la totalidad de los conflictos bélicos, epidemias, terremotos y catástrofes naturales de cualquier tipo desde el inicio de la historia del mundo.
El movimiento revolucionario es el mayor flagelo que ha caído sobre la especie humana desde su advenimiento en la Tierra.
La expansión de la violencia genocida y la imposición de restricciones cada vez más asfixiantes a la libertad humana acompañan pari passu la diseminación de la mentalidad revolucionaria entre capaz cada vez más amplias de la población, por la cual masas enteras se imbuyen del papel de jueces vengadores nominados por el tribunal del futuro y conceden a sí mismos el derecho a la práctica de crímenes inconmensurablemente mayores que todos los que la promesa revolucionaria alega extirpar.
Incluso si no tomamos en cuenta las matanzas deliberadas y consideramos apenas el performance revolucionario desde el punto de vista económico, ninguna otra causa social o natural creó jamás tanta miseria y provocó tantas muertes por desnutrición como los regímenes revolucionarios de Rusia, China y de varios países africanos.
Cualquiera que venga a ser el futuro de la especia humana y cualesquiera que sean nuestras concepciones personales al respecto, la mentalidad revolucionaria tiene que ser extirpada radicalmente del repertorio de las posibilidades sociales y culturales admisibles antes de que, de tanto forzar el nacimiento de un mundo supuestamente mejor, venga a hacer de él un gigantesco aborto, y del trayecto milenario de la especie humana sobre la Tierra una historia sin sentido coronada por un final sangriento.
Aunque las distintas ideologías revolucionarias sean todas, en mayor o menor medida, amenazantes y dañinas, el mal de ellas no radica tanto en su contenido específico o en las estrategias que utilizan para llevarlo a cabo, sino en el hecho mismo de ser revolucionarias en el sentido aquí definido.
El socialismo y el nazismo son revolucionarios no porque proponen respectivamente el predominio de una clase o de una raza, sino porque hacen de esas banderas los principios de una reforma radical no solo del orden político, sino de toda la vida humana. El daño que presagian se vuelve universalmente amenazador porque no se presentan como respuestas locales a situaciones momentáneas, sino como mandamientos universales imbuidos de la autoridad de rehacer el mundo según el molde de una hipotética perfección futura. El Ku-Klux-Klan es tan racista como el nazismo, pero no es revolucionario porque no tiene ningún proyecto de alcance mundial. Por esa razón sería ridículo compararlo, en peligrosidad, al movimiento nazista. Es un problema policial puro y simple.
Por eso mismo es necesario enfatizar que el sentido aquí atribuido al termino “revolución” es al mismo tiempo más amplio y más preciso que el que tiene la palabra en general en la historiografía y en las ciencias sociales que existen en la actualidad. Muchos procesos socio-políticos usualmente denominados “revoluciones” no son “revolucionarios” de facto, porque no participan de la mentalidad revolucionaria, no buscan la remodelación integral de la sociedad, de la cultura y de la especie humana, sino que se destinan únicamente a la modificación de situaciones locales y momentáneas, idealmente para mejor.
No es necesariamente revolucionaria, por ejemplo, la rebelión política destinada apenas a romper los lazos entre un país y otro. Ni es revolucionario el simple derrocamiento de un régimen tiránico con el objetivo de nivelar una nación a las libertades ya disfrutadas por lo pueblos de su entorno. Incluso si esas empresas emplean recursos bélicos de larga escala y provocan modificaciones espectaculares, no son revoluciones, porque no ambicionan más que a la corrección de males inmediatos o incluso al retorno de una situación previamente perdida.
Lo que caracteriza inconfundiblemente al movimiento revolucionario es que sobrepone la autoridad de un futuro hipotético al juicio de toda la especia humana, presente o pasada. La revolución es, por su propia naturaleza, totalitaria y universalmente expansiva: no hay aspecto de la vida humana que ella no pretenda someter a su poder, no hay región del globo a que no pretenda extender los tentáculos de su influencia.
Si en ese sentido, hay que excluir del concepto de “revolución” varios movimientos político-militares de vastas proporciones, en contrapartida, deben ser incluidos en él varios movimientos aparentemente pacíficos y de naturaleza puramente intelectual y cultural, cuya evolución en el tiempo los lleve a constituirse en poderes políticos con pretensiones de imponer universalmente nuevos padrones de pensamiento y conducta por medios burocráticos, judiciales y policiales. La rebelión húngara de 1956 o el derrocamiento del presidente brasileño João Goulart, por lo tanto, no fueron revoluciones de manera alguna. Ni lo fue la independencia americana, un caso especial que explicaré en otro artículo. Pero el darwinismo y el conjunto de fenómenos pseudorreligiosos conocidos como Nueva Era (New Age) son, sin duda, movimientos revolucionarios. Todas esas distinciones deberán explicarse después por separado y están siendo citadas aquí solo a título de muestra.
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Derecha vs. Izquierda
Entre otras confusiones que aclara este estudio, está la que reina en los conceptos de “izquierda” y “derecha”. Esta confusión nace del hecho de que esta dupla de vocablos es usada a su vez para designar dos ordenes de fenómenos totalmente distintos. De un lado, la izquierda es la revolución en general y la derecha la contrarrevolución. No parecía haber duda en cuanto a eso en el tiempo en que los términos eran usados para designar las dos alas de los Estados Generales. La evolución de los acontecimientos, sin embargo, hizo con que el propio movimiento revolucionario se apropiase de los dos términos, pasando a usarlos para designar sus subdivisiones internas. Los girondinos, que estaban a la izquierda del Rey, se volvieron la “derecha” de la revolución, en la misma medida en que, decapitado el Rey, los adeptos del antiguo régimen quedaron excluidos de la vida pública y ya no tenían derecho a una denominación política propia. Esta retractación del “derechismo” admisible, mediante la atribución de la etiqueta de “derecha” a una de las alas de la propia izquierda, se volvió después mecanismo rutinario del proceso revolucionario.
Al mismo tiempo, los remanentes contrarrevolucionarios genuinos a menudo fueron obligados a aliarse a la “derecha” revolucionaria y a confundirse con ella para poder conservar algunos medios de acción en el cuadro creado por la victoria de la revolución. Para complicar más las cosas, una vez excluida la contrarrevolución del repertorio de las ideas políticamente admisibles, el resentimiento contrarrevolucionario continuó existiendo como fenómeno psico-social, y muchas veces, fue usado por la izquierda revolucionaria como pretexto y llamado retórico para conquistar para su causa capas de la población arraigadamente conservadoras y tradicionalistas, en rebelión contra la “derecha” revolucionaria imperante en el momento. El llamado del MST a la nostalgia agraria o la retórica pseudo-tradicionalista adoptada aquí y allá por el fascismo, hacen olvidar la índole estrictamente revolucionaria de esos movimientos.
El propio Mao Zedong fue tomado, durante algún tiempo, como un reformador agrario tradicionalista. También es evidente que, en las disputas internas del movimiento revolucionario, las facciones en lucha con frecuencia se acusan mutuamente de “derechistas” (o “reaccionarios”). A la retórica nazi que profesaba destruir al mismo tiempo “la reacción” y “el comunismo” correspondió, en el lado comunista, el doble y sucesivo discurso que primero trató a los nazistas como revolucionarios primitivos y anárquicos, y después como adeptos de la “reacción” empeñados en “salvar el capitalismo” contra la revolución proletaria.
Los términos “izquierda” y “derecha” solo tienen sentido objetivo cuando se usan en su acepción originaria de revolución y contrarrevolución respectivamente. Todas las otras combinaciones y significados son arreglos ocasionales que no tienen alcance descriptivo sino apenas una utilidad oportunista como símbolos de la unidad de un movimiento político y signos demonizadores de sus objetos de odio.
En los Estados Unidos, el termino “derecha” es usado al mismo tiempo para designar a los conservadores en sentido estricto, contrarrevolucionarios hasta la médula, y a los globalistas republicanos, “derecha” de la revolución mundial. Pero la confusión existente en Brasil es mucho peor, donde la derecha contrarrevolucionaria no tiene ninguna existencia política y el nombre que la designa es usado, por el partido gobernante, para nombrar cualquier oposición que le venga desde dentro, incluso de los partidos de izquierda, al paso que la oposición de izquierda lo emplea para rotular al propio partido gobernante.
Para mi está claro que a estos términos solo se les puede dar algún valor descriptivo objetivo tomando al movimiento revolucionario en su conjunto como una línea de demarcación y oponiéndolo a la derecha contrarrevolucionaria, incluso donde ésta no tenga expresión política y sea apenas un fenómeno cultural.
La esencia de la mentalidad contrarrevolucionaria, o conservadora, es la aversión a cualquier proyecto de transformación extensivo, la negativa obstinada de intervenir en la sociedad como un todo, el respeto cuasi religioso por los procesos sociales regionales, espontáneos y de largo plazo, la negación de toda autoridad a los portavoces del futuro hipotético.
En este sentido, el autor de estas líneas es estrictamente conservador. Entre otros motivos, porque cree que sólo el punto de vista conservador puede ofrecer una visión realista del proceso histórico, ya que se basa en la experiencia del pasado y no en conjeturas sobre el futuro. Toda historiografía revolucionaria es fraudulenta en la base, porque interpreta y tergiversa el pasado según el molde de un futuro hipotético y, además, indefendible. No es una coincidencia que los mayores historiadores de todas las épocas hayan sido siempre conservadores.
Si, considerada en sí misma y en los valores que defiende, la mentalidad contrarrevolucionaria debe llamarse propiamente “conservadora”, es evidente que, desde el punto de vista de sus relaciones con el enemigo, es estrictamente “reaccionaria”. Ser reaccionario es reaccionar de la manera más intransigente y hostil a la diabólica ambición de gobernar el mundo.
Publicado en el Diário do Comercio, 16 de agosto de 2007.