El profesor Alexandre Duguin, a la cabeza de la élite intelectual rusa que hoy da forma a la política internacional del gobierno de Putin, dice que el gran plan de su nación es restaurar el sentido jerárquico de los valores espirituales que la modernidad enterró. Para personas de mentalidad religiosa, impactadas con la vulgaridad brutal de la vida moderna, la propuesta puede sonar bien atractiva. Solo que la realización de la idea pasa por dos etapas. Primero, es preciso destruir a Occidente, padre de todos los males, mediante una guerra mundial, fatalmente más devastadora que las dos anteriores. Después será instaurado el Imperio Mundial Euroasiático bajo el liderazgo de la Santa Madre Rusia.
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En cuanto al primer tema: la “Salvación a través de la destrucción” es uno de los clichés más constantes en el discurso revolucionario. La Revolución Francesa prometió salvar a Francia destruyendo al Antiguo Régimen: la llevó de declive en declive al estatus de potencia de segunda clase. La Revolución Mexicana prometió salvar a México destruyendo a la Iglesia Católica: la convirtió en proveedora de drogas para el mundo y de pobres para la asistencia social norteamericana. La Revolución Rusa prometió salvar a Rusia destruyendo al capitalismo: la convirtió en un cementerio. La Revolución China prometió salvar a China destruyendo la cultura burguesa: la convirtió en un matadero. La Revolución Cubana prometió salvar a Cuba destruyendo a los usurpadores imperialistas: la convirtió en una prisión de mendigos. Los positivistas brasileños prometieron salvar a Brasil destruyendo la monarquía: acabaron con la única democracia del continente y lanzaron al país a una sucesión de golpes y dictaduras que recién terminaron en 1988 para dar paso a una dictadura modernizada con otro nombre.
Ahora el Profesor Duguin promete salvar el mundo destruyendo a Occidente. Honestamente, prefiero no saber qué viene después. La mentalidad revolucionaria, con sus promesas auto-aplazadas, tan dispuestas a convertirse en sus opuestos con la cara más inocente del mundo, es el flagelo más grande que jamás haya caído sobre la humanidad. Sus víctimas, desde 1789 hasta el presente, no están por debajo de trescientos millones de personas, más de las que todas las epidemias, catástrofes naturales y guerras entre naciones hayan matado desde el principio de los tiempos.
La esencia de su discurso, como creo haber demostrado ya, es la inversión del sentido del tiempo: inventar un futuro y reinterpretar a su luz, como si fuese una premisa cierta y archiprovada, el presente y el pasado. Invertir el proceso normal del conocimiento, llegando a comprender lo conocido por lo desconocido, lo correcto por lo dudoso, lo categórico por lo hipotético. Es una falsificación estructural, sistemática, inquietante e hipnótica. El profesor Duguin propone el Imperio Euroasiático y reconstruye toda la historia del mundo como si fuera la larga preparación para el advenimiento de esta cosa hermosa. Es un revolucionario como cualquier otro. Sólo que inmensamente más pretencioso.
En cuanto al Imperio Mundial Euroasiático, con un polo oriental sostenido por países islámicos, Japón y China, y un polo occidental en el eje París-Berlín-Moscú, no es una idea nueva. Stalin caviló ese proyecto e hizo todo lo posible para llevarlo a cabo, pero fracasó porque no pudo, a tiempo, crear una flota marítima de las dimensiones requeridas para llevarlo a cabo. Él se equivocó en el timing: decía que los Estados Unidos no pasarían de los años 80. Quien no pasó fue la URSS.
Como el Profesor Duguin adorna el proyecto con una apelo a los valores espirituales y religiosos, en lugar del internacionalismo proletario que legitimaba las ambiciones de Stalin, parece lógico admitir que la nueva versión del proyecto imperial ruso es algo así como un estalinismo de derecha.
Pero lo más obvio sobre el gobierno ruso es que sus ocupantes son las mismas personas que dominaban al país en la época del comunismo. Sustancialmente, es la gente de la KGB (o FSB, el cambio de nombre periódico de nombre nunca cambió la naturaleza de esa institución). Peor aún, es la KGB con poder brutalmente ampliado: por un lado, si en el régimen comunista había un agente de la policía secreta por cada 400 ciudadanos, hoy hay uno por cada 200, caracterizando a Rusia, inequívocamente, como un estado policial; por otra parte, el reparto de bienes del Estado entre agentes y colaboradores de la policía política, transformados de la noche a la mañana en “oligarcas” sin perder sus vínculos de sumisión a la KGB, concede a esta entidad el privilegio de actuar en Occidente, bajo capas y capas de disfraces con una libertad de movimiento que sería impensable en el tiempo de Stalin o de Kruschev.
Ideológicamente, el eurasismo es diferente del comunismo. Pero la ideología, tal como la define el propio Karl Marx, es solo un “vestido de ideas” que encubre un esquema de poder. El esquema de poder en Rusia ha cambiado de vestimenta, pero sigue siendo el mismo -con las mismas personas en los mismos lugares, ejerciendo las mismas funciones, con las mismas ambiciones totalitarias de siempre.
El Imperio Euroasiático nos promete una guerra mundial y, como resultado, una dictadura global. Algunos de sus adherentes incluso lo llaman “el Imperio del Fin”, una evocación claramente apocalíptica. Simplemente olvidan notar que el último imperio antes del Juicio Final no será más que el Imperio del Anticristo.
Escrito por Olavo de Carvalho. Traducido por Roderick Navarro