Nota del traductor: Este es considerado uno de los mejores artículos que define las áreas por las que se preocupa la filosofía del profesor Olavo de Carvalho (Brasil 1947- Estados Unidos 2022). Cabe destacar que, en vida, el profesor elogió este trabajo. Asimismo, el autor, Ronald Robson, escribió un libro sobre la obra del filósofo titulado Conhecimento por Presença: em torno da filosofía de Olavo de Carvalho (Vide, 2020) el cual fue recomendado en su momento por el profesor.
Ad Hominem, agosto de 2013.
Notas para una lectura de “Lo mínimo que usted precisa saber para no ser un idiota” (Record, 2013)
I
La obra de Olavo de Carvalho posee una intuición fundamental: la de que sólo la consciencia individual es capaz de conocimiento[1]. Lo que la afirmación pueda tener de banal, en apariencia, desaparece si notamos que se habla de “conciencia individual”, no tratándose tan solo del “sujeto”, el mero termino de uso corriente en la metafísica de los últimos siglos. Una cosa es sujeto en la medida en que se opone meramente a un objeto en la teoría del conocimiento; otra cosa es la modalidad de existencia histórica de un ser dotado de conciencia, que por definición solo puede ser individual.
Y en esto es importante prestar atención a la sutileza de las palabras, porque allí se afirma una sustancia y se afirma su propiedad: “consciencia individual”, la primera, y “capacidad de conocimiento”, la segunda. De un punto de vista biográfico, la sustancia actualiza su propiedad en un trauma de emergencia de la razón[2], que consiste en el desajuste entre la creciente acumulación de experiencias del individuo, a lo largo del tiempo, y su capacidad más limitada para coherenciar y dar expresión a esa masa de hechos que, en un principio amorfa, puede ordenarse -en la medida en que el individuo se expresa- de modo que en ella se hace discernible una forma.
Cada etapa traumática corresponde a un patrón de autoconciencia, un eje central de estructuración del individuo, al menos a nivel psicológico, que puede comprenderse mejor a través de una teoría de las doce capas de la personalidad[3]: porque, caracterológicamente, el desarrollo de la psique puede ser apreciada en doce capas distintas, unas integradoras (forman un marco integrado estable), otras divisorias (establecen una ruptura del orden anterior que, así, propicia un nuevo orden).
La tercera capa, por ejemplo, que generalmente es objeto de escuelas como la conductista y la Gestalt -que equivocadamente, como hacen otras escuelas, toman una capa de la psique como su sustancia misma[4]-, comprende ese período de esfuerzo cognitivo concentrado en adquirir conocimientos que permitan a la persona (niño, aquí) orientarse en el mundo con cierto grado de independencia, al menos física; La cuarta capa, divisoria y decisiva a su modo, que después de todo fue el verdadero objeto de estudio de Freud y Klein, abarca la historia pulsional del individuo preocupado sobre todo por su afectividad, por querer y sentirse querido; y con la quinta capa, integradora y de individuación (Jung), ya comienza a emerger el problema objetivo de cuáles son los verdaderos propósitos del individuo y cómo lograrlos -la cuestión deja de ser de afectividad y pasa a ser de poder.
Y así sucesivamente, pasando por capas que apenas pueden ser alcanzadas, pero no necesariamente, como la de síntesis individual (octava), la de personalidad intelectual (novena) o incluso la de destino final (decima segunda).
II
El individuo sólo puede identificar en qué capa se encuentra a través de un gesto de asentimiento a sus propios actos y pensamientos. Esa aceptación, si se ve antropológicamente, se basa en el principio de autoría[5]: cada individuo es responsable de sus actos, y esa afirmación es universal; no existe registro de ninguna cultura en la que el acto de un individuo debiese ser atribuido a otro (lo que, además del hecho, demuestra la existencia de la constante antropológica de que un hombre es un todo, es sus actos, y estos no les pueden ser enajenados). Pero esta aceptación tiene sólo su fundamento en el principio de autoría, no su medio o método, incluso porque tal principio sólo engloba los actos individuales que son socialmente testificados.
Además de éstos, existen otros de diferente orden y mayor importancia: los actos sin testigos[6]. Estos son los actos de los que el individuo sólo se reconoce autor por una obligación interior, no exterior; a medida que se reconoce en ellos, integra su personalidad y, por lo tanto, está menos a menos a merced de cualquier automatismo de pensamiento o comportamiento.
Este otro orden de objetos de conciencia se incorpora al individuo específicamente a través del método de la confesión[7]: como toda expresión social depende de una expresión individual e interior, y una vez que esta sólo se hace posible tras una condensación de significado en forma de juicio, ésta, antes de convertirse en una proposición -en un sentido lógico- dotada de comprensión pública, debe ser afirmada por el individuo de sí para sí mismo -el individuo debe, en definitiva, confesarse a sí mismo lo que ya sabía, pero de lo que no era consciente hasta entonces. Este censo socrático de lo que se sabe y lo que no se sabe es seguido por el proceso de extrusión, a través del cual el individuo da forma lingüística y simbólicamente articulable a su propia experiencia.
III
El trauma de la emergencia de la razón reproduce en la escala privada un problema central de toda filosofía de la cultura: las mediaciones entre individuo y sociedad; o si se quiere decir de otra manera, entra la expresión particular y los símbolos socialmente difundidos. A este desarrollo psicológico del individuo corresponde, por supuesto, un desarrollo epistemológico, que puede ser aprehendido no sólo en esta escala, la individual, sino también en la escala social.
La teoría de los cuatro discursos[8], así, trata de describir en amplitud histórica y personal -una filosofía de la cultura y una pedagogía, por tanto- la unidad entre los cuatro tipos de discurso estudiados por Aristóteles (el poético, el retórico, el dialéctico, el analítico), al mismo tiempo que intenta revisar la interpretación de su corpus lógico: el discurso humano, dice la teoría, es una potencia única que se actualiza de cuatro maneras: expresando estructuras generales de posibilidad (poética), estructuras generales de verosimilitud (retórica), estructuras generales de probabilidad (dialéctica) y estructuras generales de certeza (lógica o analítica).
Las mediaciones entre el individuo y el conocimiento, sobre todo lo socialmente difundido, pueden entonces tener lugar a través de estos cuatro niveles -desde un polo estrictamente más simbólico, el primero, a un polo, por oposición, más discernible analíticamente. Aquí están en juego diferentes niveles de credibilidad del discurso humano; pero también existen diferentes formas de reivindicación indebida de credibilidad, lo que requiere un estudio tanto de la erística[9] como de las condiciones epistemológicas del conocimiento científico, es decir, una filosofía de la ciencia[10].
Sin embargo, aún es necesario considerar las formas específicas que adquiere el discurso, alguna más o menos adecuada para discursos de tal o cual nivel -y luego hay que prestar atención a los fundamentos metafísicos de los géneros literarios[11], cuya teoría, a grandes rasgos, al tomar en cuenta la modalidad de existencia espacio-temporal del lenguaje y del ser humano que lo utiliza, aplica distinciones espaciales, temporales y numéricas (de número en sentido antiguo: discreto o continuo) al discurso, extrayendo de ellas los principios de “narración” (tiempo), “exposición” (espacio) y de “prosa” y “verso” (número). Las articulaciones específicas y en diferentes grados de estos principios en una obra le dan su característica sustantiva: su género.
IV
Si el discurso es el medio eminente por el cual el individuo se apropia del saber, su finalidad, como ser dotado de conciencia, no es limitarse al mero dominio discursivo del saber. Es llegar al conocimiento mismo, que es también verificar sus propias condiciones de existencia. Se trata, en una palabra, de llegar a la primera base metafísica, a la indagación de esa franja de realidad que pretendía Platón en su “segunda navegación, más allá de las “ideas” y hacia el mundo de los principios[12] que las rige, entre los que prima el de identidad.
Todo lo que existe es en cuanto tiene posibilidad de serlo, de modo que las actualizaciones de las notas de cada entidad tienen su pilar en una estructura de posibilidades preexistentes -por ejemplo, la posibilidad ontológica misma (de la que la lógica es sólo expresión discursiva) de que algo sea la actualización de una potencia.
La posibilidad de la posibilidad conduce a la inteligencia a investigar sobre lo más sustantivo y duradero que pueda tener un ente. Pero en este caso, la palabra investigar no es la más adecuada. Se trata más, vía confesión, de la aceptación de ese cuerpo de posibilidades en todo lo incrustado; se trata de un conocimiento por presencia[13], de educar la conciencia para que, en lugar de hablarle a la realidad, dejar que ésta le hable: como el concepto de un ente ya está en potencia en su sustancia, como toda la mineralogía ya está en los minerales, el individuo debe esforzarse por percibir que el problema de la verdad está sujeto al problema de la presencia sustantiva de la realidad. Incluso la técnica lógico-analítica más refinada es solo un medio para volver a lo que siempre ha estado allí. Es tomar conciencia de una presencia que nos abarca y a todo lo demás. Aquí está el nexo remoto entre el conocimiento y la existencia.
V
Eventualmente, para romper el velo de las limitaciones cognitivas de una determinada civilización y volver a esta aceptación de la presencia, es necesario proceder con la crítica cultural[14], que podría definirse provisionalmente como el acto por el cual una conciencia individual invierte contra las estructuras simbólicas o las políticas que embotan su sensibilidad. Tales estructuras pueden, por un lado, ser meramente simbólicas y discursivas -en las artes, las ciencias y la comunicación política- o, por otro lado, pueden llegar incluso a la restricción física de la libertad de conciencia. Aquí, el objeto de una crítica cultural más extensa es la metamorfosis de la idea de imperio a lo largo de la historia de Occidente y la idea correlativa de “religión civil”, con la que se invierte en rastrear los fundamentos remotos de la ideología colectivista y cientificista contemporánea.
El cientificismo y la nueva pax romana, separados en otros aspectos, van de la mano en el allanamiento del horizonte total de la experiencia humana (preparado durante mucho tiempo, por ejemplo, a partir de las ideas de volonté générale y cuantificación general de las ciencias físicas). El drama de la vida humana, antes concebido como el de las almas sustantivas que viven sub specie aeternitatis, se convierte en el de los roles sociales limitados a un modo espacio-temporal enteramente cerrado (de la cultura general se podrían tomar varios ejemplos: Dostoievski sería un autor aún ligado a la primera perspectiva; ya los personajes de Balzac se ajustarían casi exclusivamente a la segunda perspectiva). Con la negación de la vía de acceso a la universalidad de la experiencia, en grado metafísico, viene la negación de la propia posibilidad de conocimiento del individuo.
Existiría un vínculo indisoluble entre la objetividad del mundo y la individualidad de la experiencia, que se descuida en un medio cultural de politización general (gramscismo) y diseminación de sustitutos de las experiencias que en realidad fundaron el conocimiento (“New Age”) -es decir: el colectivismo, después de todo, es subjetivismo. Y es contra esto que se afirma el conocimiento como intuicionismo radical[15]: contrariamente a lo que se suele pensar, lo más objetivo y específicamente humano en el conocimiento es lo que los antiguos lógicos llamaban “simple aprehensión”, es decir, el acto por el cual la conciencia se vuelve consciente de la presencia de un determinado dato de la realidad.
El “razonamiento”, la construcción silogística y sus derivados, es posterior y es una aptitud de orden constructivo y, por tanto, más propensa a errores. Es decir: el hombre yerra más en la expresión interior de lo que aprehende que en la aprehensión en sí; porque los métodos más refinados de la lógica sólo desentierran, analíticamente, algo que ya estaba dado en la primera intuición. Y cada intuición, a su vez, inaugura una cadena potencialmente ilimitada de otras intuiciones; de eso trata la teoría de la triple intuición[16]: el acto por el cual el individuo intuye (primera intuición) es, al mismo tiempo, intuición de algo (segunda intuición) e intuición de las condiciones de ese acto intuitivo (tercera intuición).
Eso también explicaría, por ejemplo, ciertos símbolos naturales, como la identificación del “sol” o la “luz” con el conocimiento en innumerables culturas, ya que, en las sociedades primitivas, sin el recurso del fuego, sólo se ve algo -y la visión es el sentido más directamente identificado con el conocimiento- cuando hay luz natural; entonces el individuo percibe que intuye, percibe que intuye algo, y percibe la posibilidad que funda esta intuición paralelamente a una situación natural. Esto, finalmente, afirma la posibilidad del conocimiento objetivo frente a todo el discurso contemporáneo de que sólo existen verdades convencionales, inexistiendo las objetivas, y, por decirlo así, naturales.
VI
Un capítulo adicional de crítica cultural gira en torno a la paralaje cognitiva[17], que se habría extendido a gran escala en la modernidad. Ella se definiría como el desplazamiento entre el eje de la experiencia individual y el eje de la formulación teórica. O, dicho de otro modo: ella sería responsable por la formulación de ideas que son desmentidas por las condiciones muy concretas de las que depende el individuo para formularlas. La obra de Maquiavelo sería ejemplar en este sentido, toda construida sobre datos intrínsecamente contradictorios, pero sobre todo contradictorios con lo que el mismo Maquiavelo sabía -o debería haber sabido- que era manifiestamente falso, porque era evidente para su experiencia más inmediata.
La manifestación aguda de la paralaje cognitiva se encontraría en la mentalidad revolucionaria[18], caracterizada básicamente por dos inversiones: la inversión temporal, por la cual el revolucionario pasa a tomar en cuenta el futuro hipotético para el que trabaja como parámetro para el juicio de sus acciones, no más responsables ante el pasado (y, al fin y al cabo, ante nadie, ya que por definición su sociedad utópica se va alejando a medida que avanza el proceso revolucionario, sin materializarse nunca y, por tanto, sin tener nunca un tribual en el que se pueda juzgar abiertamente acciones o ideas); y la inversión de sujeto y objeto, por la cual el revolucionario, en el acto mismo de atacar a los adversarios de su sociedad futura, los toma en realidad como los atacantes que le impiden realizar sus planes, de modo que la relación causal entre uno y otro es invertida.
La paralaje cognitiva y, en particular la mentalidad revolucionaria, hacen inviable un ambiente intelectual en el que el método confesional lleve al individuo a tomar conciencia del saber que le es inmediatamente presente -lo primero, porque hace del sujeto del conocimiento un ser diferente del individuo autor de su propia vida; la segunda porque, además, amenaza con destruir todas las bases sociales de la convivencia humana, ya que la revolución consiste en la concentración del poder en manos de una élite revolucionaria con miras a instaurar un proyecto de sociedad, que despoja a los individuos de la libertad, si no incluso, en última instancia, la propia existencia física, como lo demostraron los totalitarismos revolucionarios del siglo pasado.
VII
La teoría política[19] deriva no tanto de alguna propuesta contraria al estado de cosas analizado en estos estudios de crítica cultural, sino de una adaptación metodológica[20] al tipo específico de objeto de la ciencia social. Su premisa fundamental es la de que el poder[21] es posibilidad de acción, en sentido general, pero en la política tiene el sentido estricto de posibilidad de determinar la acción ajena. En sentido universal, el hombre tiene sólo tres poderes, el de crear, el de destruir y el de elegir, que corresponden respectivamente al poder económico, al poder militar y al poder intelectual o espiritual, que pueden ejercerse activa y pasivamente y corresponden tipológicamente a las castas de los productores, de los nobles y los sacerdotes.
La primera se ejerce mediante la promesa de un beneficio, la segunda mediante la amenaza de daño y la tercera mediante el convencimiento o la cooptación. En cada civilización, los tres tipos de poderes tienden a cristalizar en grupos específicos (hoy serían, en orden respectivo, el globalismo occidental, la alianza ruso-china y el islam), pero especificar cuáles son estos grupos es un procedimiento posterior a la detección de quien puede ser sujeto de la historia[22]: no pudiendo ser un agente individual, por ser perecedero en el corto plazo y limitado geográficamente en su acción, sólo lo pueden ser las tradiciones, las organizaciones esotéricas (o sociedades secretas), las dinastías reales y nobiliarias u otras entidades de similar naturaleza. Así, la Iglesia Católica y el movimiento revolucionario, en este sentido específico, son sujetos de la historia, pero no San Francisco o Lenin. El poder realmente decisivo, a la larga, es el de una orden sacerdotal o intelectual.
VIII
Esta multiplicidad de temas y disciplinas abarcados en la producción de un solo filósofo no es casual. Él mismo define la filosofía[23] como la búsqueda de la unidad del conocimiento en la unidad de la conciencia y viceversa. Cualquier otra definición sería parcial, dificultando señalar lo que fundamentalmente distingue a un filósofo y un científico, a un filósofo y a un poeta[24].
El científico puede producir conocimiento sin tener que involucrarse en el rescate confesional por el cual cada nuevo dato conocido se integra al conjunto de lo que él, como individuo, es en ese momento; el poeta sólo puede producir una obra a partir de intuiciones manifiestamente contrarias a su naturaleza y a la verdad misma, porque lo que le importa es la unidad de ese momento expresivo. El filósofo no se limita a ninguno de estos, pues su esfuerzo está dirigido por una técnica filosófica específica, que consta de siete puntos:
- “La anamnesis por la que el filósofo rastrea el origen de sus ideas y asume la responsabilidad por ellas.
- La meditación por la cual él busca trascender el circulo de sus ideas y permitir que la propia realidad le hable, en una experiencia cognitiva originaria.
- El examen dialéctico por el cual él integra su propia experiencia cognitiva en la tradición filosófica, y ésta en aquella.
- La investigación histórica-filológica por la que toma posesión de la tradición.
- La hermenéutica por la cual él vuelve transparentes para el examen dialéctico las sentencias de los filósofos del pasado y todos los demás elementos de la herencia cultural que son necesarios para su actividad filosófica.
- El examen de conciencia por el cual él integra en su personalidad total las adquisiciones de su investigación filosófica.
- La técnica expresiva por la cual él hace que su experiencia cognitiva sea reproducible por otras personas.”[25]
**
Este es un esbozo tosco, resumido y muy personal de lo que podría llamarse -y se llama así cuanto más se desconoce- la obra de Olavo de Carvalho. No es un resumen del mismo, pero es al menos un mapa preliminar, del que solo yo puedo responder (creo que al propio Olavo no le gustaría). Tomé la iniciativa de dibujarlo, con todos los defectos y omisiones que allí se anotan (muchos quedaron fuera), pensando en el lector que, leyendo Lo mínimo que necesitas para no ser un idiota, el último libro de Olavo de Carvalho (Organizado por Felipe Moura Brasil), pudo percibir de alguna manera la unidad más amplia que atestiguan los 193 textos del libro y, de esa forma, interesarse por conocer mejor la obra del hombre. Tomando las seccione de estos “elementos de la filosofía de Olavo de Carvalho” en paralelo, señalaría los siguientes textos del libro como los más relevantes para los respectivos temas:
I. “El poder de conocer” p.38; “El mensaje de Viktor Frankl” p. 49; “Redescubriendo el sentido de la vida” p.53; “Un capítulo de recuerdos” p.91.
II. “Sin testigos” p.41.
III. “¿Quiénes eran los ratones?” p.261; “De la fantasía deprimente a la temible realidad” p.324; “El testigo prohibido” p. 405; “Cómo leer la Biblia” p. 409; “Debatientes brasileños” p.456; “Zeno y el paralítico” p. 460.
IV. “Jesús y la paloma de Stalin” p. 355; “Espíritu y personalidad” p.610.
V. “Espíritu y cultura: Brasil ante el sentido de la vida” p.59; “El origen de la estupidez nacional” p.67; “Caballos muertos” p.94; “Las histéricas en el poder” p.96.
VI. “¿Qué es ser socialista?” p.119; “La mentalidad revolucionaria” p.186; “Todavía la mentalidad revolucionaria” p.191; “La mentira estructural” p. 196; “La revolución globalista” p. 159; “El pozo de Babel” p. 287; “La ciencia contra la razón” p. 393.
VII. “Los dueños del mundo” p.541; “¿Qué está pasando?” p. 543; “¿Quién gobierna el mundo?” p.545; “Salvando el Triunvirato Global” p. 570; “Historia de los Quince Siglos” p. 168; “Omnipresente e Invisible” p. 162; “Lula, imputado confeso” p. 472.
VIII. “La tragedia del estudiante serio en Brasil” p. 595; “Si todavía quieres ser un estudiante serio…” p. 599; “Por la restauración intelectual de Brasil” p. 604.
Dicho esto, me gustaría decir que Lo mínimo…, si se lee correctamente, puede ser una buena introducción al estudio serio del pensamiento de Olavo de Carvalho (aunque es bastante obvio que la mayoría de los textos son solo una parte de un tercio de la obra del filósofo -la de la crítica cultural; las otras dos, la de la historia de la filosofía y la de la propia producción filosófica, hay que buscarlas en otros libros y cursos).
La organización que ha dado Felipe Moura Brasil a los textos es primorosa, en apartados y subapartados, con notas muy esclarecedoras (a las que, también buenas, se añaden las del editor). Un único defecto que debo señalar: la ausencia de un índice referencial. Un buen índice haría del libro una herramienta de consulta muy eficaz -e incluso de estudio, por limitada que sea-, con entradas onomásticas y temáticas, que sería, en definitiva, un buen complemento al ya formidable y bien estructurado resumen que encontramos al principio. Sería un pacer ver subsanada esta ausencia en una futura edición del libre.
Finalmente, y agradecido por su paciencia: les deseo a todos una buena lectura.