Tras la sanción de la ley que promovió un masivo incremento de las jubilaciones, que fue vetada por el presidente Javier Milei, el Congreso prevé un incremento en el presupuesto universitario, que también el presidente anunció que vetará. En ambos casos, el motivo es el mismo: no se pueden incrementar gastos sin que estén previstos en el presupuesto, de modo que cualquier ley que genere nuevas erogaciones debería determinar, al menos, cuáles otros gastos se eliminarán para financiar los nuevos
Como en el caso de ambas leyes esto no se ha cumplido, sobre esa base se producen los vetos presidenciales.
Es probable que los casos elegidos por los legisladores para impulsar medidas que desestabilicen el equilibrio presupuestario no hayan sido elegidos al azar: probablemente nadie niegue que los jubilados cobran poco y sería deseable que reciban una mejor mensualidad –sobre todo quienes aportaron mucho al sistema durante toda su vida-. Tampoco habrá mucha oposición a que se busque una mejor educación. Son ejemplos sensibles, que movilizan a mucha gente a justificar con argumentos puramente emotivos un problema netamente presupuestario.
Pero el caso del financiamiento de la enseñanza pública universitaria tiene varias aristas que es necesario puntualizar, porque va más allá de la mera cantidad de recursos disponibles. Son tantos los temas involucrados, que he optado por hacer una enunciación que intenta llevar un hilo conductor:
La participación del Estado en la enseñanza universitaria, aun para quienes la justifican, tiene cada vez menos relevancia, y paulatinamente se va volviendo innecesaria. Ello es así por varios motivos: Hoy existe una buena cantidad de universidades privadas con una oferta muy variada, con opciones para todos los gustos en materia de ideologías, intensidad académica, precio, etc. Los dos períodos en los que se abrió el grifo para la creación de universidades privadas (el primero entre fines de los años 50 y principios de los 60, y el segundo en los 90), provocaron la creación de muchas universidades capaces de cubrir todo tipo de expectativas.
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A ello debe sumarse el hecho de que hoy, a través de Internet, es posible acceder a educación universitaria de cualquier parte del mundo, con programas gratuitos y pagos. Además, la aplicación de la Inteligencia Artificial a la educación permitirá, dentro de no muchos años, prescindir de profesores y establecimientos educativos para poder acceder a todo tipo de enseñanza superior.
El verdadero problema que tiene la educación universitaria hoy en Argentina no es la falta de intervención del Estado, sino por el contrario, la regulación estatal. Si no existiese la CONEAU, la oferta universitaria sería muy superior, abierta y competitiva.
La educación universitaria en buena parte del mundo se resuelve de una manera más justa que quitándole dinero a los pobres para pagarle educación a quienes se beneficiarán con ella. Los propios estudiante pueden acceder a becas otorgadas por las propias universidades, financiadas por fundaciones privadas con dinero aportado voluntariamente a tal fin, o con créditos universitarios que se comienzan a pagar al menos dos años después de graduarse, cuando ya se están cosechando los beneficios de aplicar tal educación a la vida laboral.
En Estados Unidos, por ejemplo, existen muchas universidades estatales, pero ninguna es gratuita para los alumnos. Suelen ser menos costosas que las privadas, pero deben ser pagadas, o por el propio alumno o a través de becas o créditos.
La gratuidad, como en tantos otros ámbitos, genera ineficiencia en la aplicación de los recursos e incentivos perversos. Cada tanto en la televisión se pueden ver notas de color, de personas que a los 70 años, una vez jubiladas y con tiempo libre, deciden estudiar aquella carrera universitaria que siempre soñaron hacer y nunca pudieron. Lo hacen porque tienen mucho tiempo libre y porque es gratis para ellos. Incluso advierte que no es su intención ejercer la profesión a la que accedería una vez graduada. Se suelen mostrar a estas personas como ejemplos de vida, al decidir estudiar una carrera a esa edad. Pero la pregunta podría ser: ¿Es aceptable que una persona pobre, que no pisó la universidad ni sus hijos lo harán, cuando va a comprar un litro de leche para ellos, deba pagar impuestos que, en una pequeña parte, irán a financiar los estudios de esa persona que sigue un hobby o un capricho, y que jamás aplicará esos estudios en algo útil socialmente? Es una de las tantas distorsiones que la “gratuidad” provoca.
Cuando se habla de universidad pública, normalmente se utilizan como ejemplos aquellas que a lo largo de la historia han sido exitosas, y que han dado como frutos a reconocidos científicos e intelectuales, algunos ganadores de Premio Nobel, y que han albergado en sus claustros a sabios de todo el mundo, que en algunos casos vinieron a refugiarse en Argentina para escapar de guerras civiles o persecuciones políticas. Son el caso de la Universidad de Buenos Aires, La Plata, Córdoba, Tucumán, Rosario, etc.
Pero desde hace un par de décadas, se han creado, sobre todo en el conurbano bonaerense, muchas “universidades” que en realidad son bastiones políticos, destinados a gastarse las cajas en sueldos de rectores y autoridades, y con una oferta académica limitada a cursos sobre la “Historia de los movimientos sociales”, o la “Doctrina peronista”. El escándalo provocado con la auditoría a la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo es un cabal ejemplo de eso que viene ocurriendo en los últimos tiempos.
De modo que en ese punto es posible hacer una distinción. Si se quiere mejorar el financiamiento de las universidades tradicionales (e incluso de los colegios que dependen de dichas universidades), una buena manera de hacerlo sería cerrar definitivamente todas las nuevas universidades que sólo han servido como cajas de recaudación y adoctrinamiento, y utilizar ese dinero en programas serios en universidades de verdad.
Para llevar a cabo la propuesta precedente, hace falta auditar a las universidades. Una cosa es la autonomía universitaria, y otra es que reciban fondos de los contribuyentes sin obligación de rendir cuentas de lo que hacen con ellos. Eso permitiría saber lo que debe ser mantenido y lo que debe ser eliminado, y mejorar la implementación de los recursos.
Sin perjuicio de ello, las universidades públicas deberían –como hacen las universidades públicas de otros países- procurar ingresos propios, sea cobrando a sus alumnos, creando asociaciones de egresados que estén dispuestos a colaborar con ellas, o buscando becas privadas.
De acuerdo con el sistema constitucional y legal argentino, las universidades estatales están a cargo del Estado Nacional. La educación primaria y secundaria es responsabilidad fundamentalmente de los gobiernos provinciales. Así lo indican los artículos 5, 121 y 126 de la Constitución Nacional y la legislación educativa.
Para organizar y financiar tal educación, las provincias cuentan con recursos recibidos vía coparticipación, con la recaudación de impuestos provinciales, y con fondos especiales provistos también por el Estado Nacional destinados a educación.
No obstante ello, la educación primaria y secundaria son paupérrimas, con maestros y profesores que en algunos casos no puede comunicar una idea y en otros son decididamente activistas políticos, con edificios que se caen a pedazos, donde los alumnos se congelan en invierno y se asan en verano.
Algunas provincias utilizan bien sus recursos y los dedican a las tareas fundamentales que dependen de sus gobiernos, tales como policía, justicia, educación, salud, infraestructura. Pero en otros casos son desviados y malversados para el crecimiento del poder político del gobierno, a expensas de aquellas funciones que deberían cubrir. Los estudiantes primarios y secundarios pagan los platos rotos de esa malversación.
De esta manera, los estudiantes llegan a la universidad con un déficit educativo alarmante, apenas pueden leer un libro, y tienen serias dificultades para entender lo que leen. Esos chicos, que fueron promocionados año tras año en la escuela y el colegio para no “estigmatizarlos”, llegan a la universidad tras doce años de estudios, siendo semianalfabetos.
La pregunta entonces es: ¿Por qué una actitud tan virulenta a favor de los recursos para la educación universitaria estatal, que no parece estar en tan malas condiciones, y no para las etapas previas, primaria y secundaria, que muestran un estado terminal?
¿Por qué una marcha por la “educación pública”, en la que sólo hay arengas contra el gobierno y referencias a los fondos universitarios, y manifestantes que en pocos casos parecen ser estudiantes?
¿Por qué no hay marchas en las provincias de Buenos Aires, Santiago del Estero, La Rioja, Formosa, Chaco, para protestar por el estado de la educación primaria y secundaria, que es mucho más importante para el futuro de los habitantes que la universitaria?
La respuesta parece ser porque la protesta pareciera ir directamente para perjudicar al gobierno nacional, enmascarada en una causa noble como es la educación. Se utilizó primero a los jubilados, ahora a los estudiantes universitarios.
Los diputados que se han apurado en sancionar dos leyes que incrementan los gastos sin que haya recursos, podrían haber esperado un poco, y solucionar el tema al discutir el presupuesto.
Podrían, por ejemplo, disponer en el nuevo presupuesto que se incremente la partida para las universidades públicas o para las jubilaciones, a cambio de privatizar Aerolíneas Argentinas y muchas otras “empresas estatales”, y utilizar en ello el dinero que habría que pagar para solventar el déficit de esas reparticiones, o eliminar muchas oficinas gubernamentales que no tienen sentido.
El hecho de que los diputados de la oposición más dura se hayan apurado a sancionar estas leyes, arrastrando en su ingenuidad a otros legisladores que las votaron por solidaridad a las finalidades invocadas, es una prueba más de que así como no interesaban los jubilados, hoy tampoco interesan las universidades estatales. Son excusas en un intento más por desestabilizar al gobierno e impedir que pueda tener éxito en su reforma económica.