Fidel Castro, según un informe preparado por la CIA en 1961, a dos años del triunfo de su nefasta revolución comunista, era un tipo “neurótico y narcisista”, que tenía sólo una prioridad: “mantenerse en el poder”.
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Era descrito de la siguiente forma: “Narcisista al extremo, en la victoria debe controlarlo todo, sin delegar autoridad. Cuando se enfrenta a la derrota, su primera preocupación es retirarse para reagrupar sus recursos”.
Sin duda el perfil psico-sociológico del líder de la revolución cubana era el de un extremo egoísta con aires de grandeza que se considera mucho más importante que todo ser humano que no sea él.
Y esto causó terribles consecuencias para los cubanos y en general para Hispanoamérica, donde fue metiendo sus narices comunistas, buscando expandir su brazo a través de guerrillas, y movimientos políticos.
Era tal su ansia de poder, que fue capaz de causar una crisis nuclear de misiles en 1962 que puso en riesgo la vida de millones de personas, y se fue deshaciendo de todo opositor y traicionando incluso a quienes le eran leales.
Es el caso de Camilo Cienfuegos, un comandante de la misma revolución, que gozaba de mucha aceptación en el pueblo, y que no parecía estar muy de acuerdo con el perfil marxista, comunista, que fue tomando ese movimiento al paso de los meses, luego del 1º de enero de 1959, cuando triunfa la revolución.
Camilo Cienfuegos murió un 28 de octubre de 1959, supuestamente en un “accidente aéreo”, pero múltiples versiones refieren que un piloto a las órdenes de Raúl Castro habría despegado sólo unos minutos más tarde, con un avión de guerra artillado.
Una nota del medio “Radio Televisión Martí” relata cómo Juan Orta, un ex secretario de Castro, le habría dicho directamente al poeta Iván Portela, mientras los dos estaban exiliados en la embajada de México: “Yo estoy plenamente convencido de que el avión de Camilo fue derribado por órdenes de Fidel Castro”.
Orta, continúa el relato, quien estuvo durante tres años asilado en la embajada de México, dijo a Portela, que él mismo estaba reunido con Fidel cuando Raúl Castro y Ernesto Guevara le plantearon a Fidel que Camilo Cienfuegos “se oponía a cambios estructurales en el ejército rebelde”, a lo cual Fidel contestó que el plan sería llevado a cabo, “cueste lo que cueste, y ni cien Camilos podrán oponérsele”.
No pocas personas que denunciaron que Fidel Castro ordenó la muerte de Cienfuegos, o bien que estuvieron de alguna manera relacionadas con la misma, habrían desaparecido, de acuerdo con la información recopilada por “Radio Televisión Martí”.
Fidel Castro era un monstruo, un ególatra, un narcisista, que quiso crear una escuela geopolítica socialista y asesoró a múltiples líderes, entre los cuales están Hugo Chávez y Evo Morales.
Pero además, igualmente grave, su carisma arrastró a muchos adherentes a la izquierda a considerarlo una suerte de patriarca comunista que dictaba los parámetros de una “ética revolucionaria” que quiso reemplazar a la ética cristiana.
Es decir, a Fidel había que copiarle todo, porque era el ícono, un ejemplo de un perfecto revolucionario. Así las cosas, el eterno adoctrinamiento marxista-leninista debía expresarse en la cotidianidad en la medida en que un verdadero revolucionario, actuara exactamente como Fidel: si Fidel hacía algo, si eras socialista, estabas autorizado a copiárselo.
Entre los comunistas “de a pie”, Fidel Castro tuvo una enorme influencia en muchos países de Hispanoamérica. Conocí cuando yo era muy joven a un tipo ya mayor de edad con quien trabajé vendiendo máquinas de escribir, calculadoras y fax. Le llamaré Gonzalo.
Este señor había sido católico en su infancia, de familia religiosa y de origen español, pero en sus años adolescentes había anunciado a sus padres en plena comida dominical que ahora era comunista y que Dios no existía.
Sus padres y demás familia, por supuesto, no pudieron ver tal salto al vacío con buenos ojos. Gonzalo militó durante toda su vida en el Partido Comunista mexicano como un miembro más. Estuvo incluso durante 1968 y años posteriores en la clandestinidad, porque el gobierno de Díaz Ordaz y de Echeverría supuestamente lo tenían fichado.
Alguna vez lo habrían detenido y torturado, según su propio testimonio. Odiaba a la derecha y como cualquier izquierdista actual, la hacía responsable del subdesarrollo, la corrupción y la represión, todo lo cual, por supuesto, justificaba la revolución.
Como Fidel Castro, tuvo al menos tres esposas. Perseguido por agentes del gobierno, la primera le dejaba un recipiente con comida en un parque a donde él pasaba después, huyendo. Pertenecía a una cierta red comunista en la que se apoyaban unos a otros durante los tiempos de la represión del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Gonzalo era muy radical, y siempre me repetía que México no podría cambiar a menos que hubiera una “revolución sangrienta”. No creía en ninguna democracia, a la que descalificaba por “descafeinada”, por “invento de burgueses”. Él ejemplificaba a plenitud cómo el resentimiento social es el motor de las izquierdas. Hoy, con cerca de 90 años de edad, vive seguramente feliz viendo cómo Andrés Manuel López Obrador (AMLO) destruye las instituciones de la democracia y edifica el socialismo blando en México.
Como Gonzalo era un ateo, su marco conceptual para efectos éticos no era tomado del cristianismo, sino de la “revolución cubana”.
Por ejemplo, cuando tenía un problema con alguien más, no aplicaba el diálogo, la reconciliación entre hermanos ante Dios, o el perdón, sino que por el contrario, argumentaba que “la revolución no perdonaba”, y menos a los “traidores”.
Por “traidores” había que entender alguien como Camilo Cienfuegos, o sea, quien se sale un poco del guión establecido por la voluntad divina de Fidel Castro. No había que perdonar, había que “fusilar” al otro, según la adaptación “ética” que hacía Gonzalo de la “moral revolucionaria”.
Y eso es justo lo que hace la izquierda: cuando no están de acuerdo con alguien, le aplican una suerte de “muerte civil”, lo “cancelan”, cuelgan las supremacistas feministas sus supuestos abusos y “pecados” en sus famosos “tendederos”, a menudo repletos de calumnias anónimas bajo el amparo del movimiento #MeToo, y “Yo sí te creo, hermana”. Estas expresiones básicamente difamatorias no requieren pruebas para linchar a una persona que piense distinto.
Para Gonzalo, además, la religión era sólo un cuento para ingenuos como su primera esposa, quien -relatado por él mismo- al subir por primera vez a un avión y alcanzar la altura de las nubes, se habría desengañado de la fe cristiana, al no haber hallado por ahí ningún ángel, ningún santo, ni a la Virgen María, y mucho menos a Dios.
Por cierto, Gonzalo se vanagloriaba de que jamás le había sido fiel a su esposa. Eso era una “gran hazaña” de un macho comunista. Copiando siempre la forma de actuar de Fidel Castro, Gonzalo era un consumado mujeriego. No tenía empacho en reconocer que se acostaba con todas las mujeres que podía, igual que Castro.
Pero además, Gonzalo se reía al platicar que en sus andanzas, había embarazado al menos a 16 mujeres, y alguna de ellas era demasiado joven. Luego las había llevado a abortar a todas. “Así como las embarazaba, las llevaba a sacarse los chamacos pa’fuera”, se jactaba de ser todo un abortista.
Cuando ante eso le dije que era un irresponsable, no se esperaba mi respuesta y se quedó mudo. Al cabo de unos minutos, me contestó con cierta pesadumbre: “Sí, Raúl, tienes razón”.
A una muchacha la llevó a abortar con un embarazo demasiado avanzado, de más de 6 meses. El médico le había hecho firmar una responsiva por si la muchacha moría durante el aborto. Sudando, tuvo que firmar, confiando en que no habría problemas.
En cuanto al esquema laboral, Gonzalo intentaba siempre manipularme diciendo que no se trabajaba por dinero, sino por “la causa”, la de la “revolución”, con lo que aplicaba una vez más el criterio castrista en la vida cotidiana mexicana. Decía que él no tenía dinero porque todo lo había ido donando al Partido Comunista.
Y como él no tenía dinero, los demás tampoco debían tenerlo, a riesgo de ser calificados como “burgueses”.
No me pagaba un salario, y en el poco tiempo que trabajé con él, sólo me pagaba la mitad de la ganancia de las máquinas de escribir que pudiera vender: no respetaba las leyes laborales, ni jamás me inscribió el seguro social. Era un vil explotador, un manipulador ideológico que se cruzó en mi camino gracias al cual pude abrir los ojos sobre cómo viven los comunistas reales en la vida cotidiana.
Manejaba un Renault 8, destartalado, oxidado y sobre todo, sumamente polvoso, porque jamás lo aseaba, ya que, señalaba, “el coche estaba a su servicio, no al revés”. Nadie se quería subir a tal vehículo con Gonzalo, por vergüenza de lo viejo y sucio que estaba. Era una vil carcacha, buena metáfora de su ideología fundamentada en un dios falso y fallido, como Castro.
Gonzalo fumó durante muchos años, los “habanos” o puros que le enviaban desde Cuba. Pero siempre guiado por su “faro revolucionario”, Fidel Castro, su patriarca rojo, suspendió la fumadera sólo al mismo tiempo que el barbón cubano, en 1986, cuando abandonó ese vicio ya entrado en años, por salud.
De estatura corta, complexión ancha, blanco y a menudo con boina, Gonzalo relataba que en uno de sus muchos viajes a Cuba tuvo oportunidad de conocer a Fidel Castro en algún evento público. Cuando hablaba de él le brillaban los ojos, y lo describía como un gigante para América Latina, y aseguraba que cuando lo tuvo muy cerca, su impresión fue tal, que “se le cayeron los calzones”. Así.
Gonzalo siempre se despedía diciendo: “Patria o muerte, venceremos”, el famoso lema de la revolución cubana, con lo que refrendaba su fidelidad a la misma. No sé si habría sido incluso un agente del estado profundo cubano o no, pero sí mantenía comunicación con algunos isleños, que nunca delante de él, pero sí a sus espaldas, renegaban de Fidel Castro y toda la estupidez de su revolución, que los tenía en la miseria.
Gonzalo enviaba a sus conocidos en Cuba, algo de ropa, jabón, detergente, pasta y cepillos de dientes, y algunos otros enseres que allá escaseaban todo el tiempo. Todos ellos estaban hartos de la revolución y de Castro, pero no le decían nada a Gonzalo, porque éste era un defensor a ultranza de la revolución cubana.
Gonzalo, copia de Fidel, era otro gran ególatra y narcisista, al punto que varios de sus hijos no querían ya saber nada de él y no le hablaban. No había sido un buen padre porque siempre estaba en el Partido Comunista y descuidaba a su familia y a sus niños.
Además, sus hijos, hastiados de todo lo que oliera a “izquierdas”, eran todos de derecha y pro capitalismo. ¿Qué mejor forma de aprender a rechazar la izquierda que tener un papá comunista, siempre ausente, autoritario, machista, mujeriego, ateo, no conciliador, y que no soltaba dinero para el gasto nunca? Varios de sus hijos incluso habían emigrado a Estados Unidos, país tan odiado por su padre.
A Fidel Castro también se le acusa de haber planeado la muerte del Che Guevara, al enviarlo como guerrillero a Bolivia, sin recursos, ni protección, abandonándolo a su suerte, hasta que con justicia lo mataron el 9 de octubre de 1966.
Castro fue un traidor de quienes lo apoyaron. Y así también Gonzalo traicionó a su familia. Sólo que Fidel Castro era un dictador al frente de Cuba y habría logrado una fortuna de 900 millones de dólares según Forbes, mientras que Gonzalo era un pobre vendedor de máquinas de escribir, odiado por sus propios hijos, y que si tenía donde vivir en su vejez es porque le habían heredado sus capitalistas padres una casa mediana al sur de la ciudad de México. O estaría en la calle.
Así envejecen los comunistas y adoradores de Castro en todo el continente: Sin Dios, sin amor y sin dinero. Eso deja seguir los pasos de un dictador nefasto y quererlo colocar en el lugar de Dios.