La mañana del 27 de mayo, Allan dos Santos, uno de los periodistas más brillantes e incansables en su causa por la libertad de expresión en Brasil, y una de las amistades de las que más tengo orgullo, se consiguió a dos policías federales apuntando con armas largas a él y a su esposa —quien tiene 9 meses de embarazo— en su propia casa. Su hijo de ocho años presenció toda la escena.
Mientras esto ocurría en casa de Allan, otros 28 brasileños, entre ellos los empresarios Luciano Hang y Edgard Corona, el periodista y youtuber Bernardo Küster, los activistas Sara Winter y Rafael Morenos, el humorista Rey Biannchi; eran otros objetivos de la requisa y de la operación. En la lista también están los diputados federales Luiz Philippe Orleans e Bragança, Filipe Barros, Bia Kicis, los diputados estadales Gil Diniz y Douglas Garcia.
¿Los “crímenes” que habían cometido? Emitir una opinión contraria a la del pseudo-ilustrísimo e intelectualmente inmaculado Tribunal Supremo, comunicar el actuar francamente totalitario de la institución y apoyar al presidente Bolsonaro.
Los Policías Federales que ejecutaron la operación estaban obedeciendo una orden de aprehensión emitida por el Supremo Tribunal Federal, específicamente por el Magistrado Alexandre de Moraes, en virtud del “inquérito das fake news”, una «investigación criminal» que el STF abrió en 2019 para investigar informaciones fraudulentas que “apuntan a la honorabilidad y a la seguridad de la Corte”. Quien abrió esta investigación fue el presidente del Tribunal, José Antonio Dias Toffoli, exasesor jurídico de Lula da Silva, y el relator de la investigación, es Moraes.
Una semana antes, el Magistrado Celso de Mello había ordenado la aprehensión del celular del presidente Bolsonaro y la ruptura de la confidencialidad de la reunión ministerial donde, según Sergio Moro, el ex Ministro de Justicia, Bolsonaro se dejaba expuesta la “interferencia” del presidente en la Policía Federal.
Por un lado, la aprehensión y la investigación del teléfono del presidente no avanzará, pues ya el Procurador General Augusto Aras, se ha manifestado ante el STF arguyendo que la competencia de investigación cabe al Ministerio Público Federal y a las policías, no a «terceros». Por otro lado, respecto al vídeo de la reunión ministerial, la opinión y la reacción general de la gente es que: Bolsonaro se reeligió, pues no existió tal interferencia y Bolsonaro expresó su imparable voluntad por hacer cumplir sus promesas electorales; sin olvidar que quemó a sus enemigos y dejó clara, una vez más, su lealtad al proyecto político y a los valores que siempre ha defendido.
Pero volviendo al STF. Esta actuación sistémica del poder judicial, no es nada aislada ni resultado del azar. Esta [actuación] responde a una idea, a una visión totalitaria y totalizante del fenómeno político en las manos del poder judicial que se denomina: activismo judicial. Este actuar del judicial consiste, según el mismo Magistrado del STF Luis Barroso —quien la defiende y practica—, en “una participación más amplia e intensa del Judicial en la concretización de los valores y fines constitucionales, con mayor interferencia en los espacios de actuación de los otros dos Poderes. En muchas situaciones, ni siquiera hay confrontación, sino mera ocupación de espacios vacíos”.
Si quitamos toda palabrería de la definición de Barroso, tendremos que el STF defiende la interferencia en los otros dos poderes, y la «ocupación de espacios vacíos». Pero ¿qué espacios son esos de los que el Magistrado habla? Si nos vamos a lo fáctico, a lo tangible, los espacios a los que está apuntando el STF, no son aquellos que se crean por omisión del Legislativo o del Ejecutivo, sino la ocupación de espacios respectivos y solamente respectivos a las esferas privadas de las personas, a su libertad de expresión y a la libertad de prensa.
Aunado a esto, el STF avanza en su absolutamente loca actitud de «soberano» siguiendo el concepto de Schmitt al respecto: «es legislador supremo, juez supremo y comandante en jefe supremo, la última fuente de la legalidad y el último fundamento de la legitimidad». El STF busca promulgar de facto la prohibición de la crítica dirigida a la Institución sopena de investigación e imputación criminal, define lo que es verdadero, falso o calumnioso y, por lo tanto, define con esto previo, la realidad. El STF busca enjuiciar a aquellos que no se atengan a su construcción. Mientras todo esto ocurre, las Fuerzas Armadas brasileñas permiten y obedecen por omisión los desmanes de la Corte Suprema.
Y la legitimidad ulterior se la están dando las autoridades legislativas como el presidente de la Cámara Rodrigo Maia y el poder semi-oculto del establishment: los medios de “comunicación” brasileños.
Esto, podríamos llamarlo como muchos ya lo llaman en Brasil desde hace tiempo: una «juristocracia», o sea, la judicialización total de la vida del Estado y, por consecuencia natural, la judicialización de la vida nacional. Al encerrar el fenómeno político al desideratum judicial revestido de infalibilidad institucional y mitológica, al extraer la sustancia «real» de la ley y positivizar la política y la vida privada, existen dos realidades, una concretizada y otra potencial.
La primera, ya concretizada, es la que la diputada Bia Kicis dejó saber en un tuit, donde una amistad le aseguró que en el país se estaba en presencia de una especie de AI-5, esta vez ejecutado por el STF. El AI-5 o Ato Institucional N° 5 es un auto emitido por el régimen militar del 64 donde, entre otras medidas, se podían suspender derechos políticos y hasta derechos privados si así fuere la discreción de las autoridades.
La segunda realidad, la potencial, es aquella que está ahora en las manos de las Fuerzas Armadas, pues las otras fuerzas del Estado están viéndose amenazadas por una de ellas, que está buscando hegemonizar su poder sobre el resto, arropando bajo sí, asuntos que no le competen, y asuntos que quedarían bajo su mandato, cuyos efectos serían catastróficos para la libertad y la soberanía en Brasil.
Las Fuerzas Armadas están constitucionalmente facultadas a petición de cualquier Poder que se sienta atropellado para actuar, según el jurista Ives Gandra Martins en su artículo “O artigo 142 da Constituição Brasileira” como «Poder Moderador para, en aquel punto, restituir la ley y el orden, si estos, realmente hubiesen sido heridos por el Poder en conflicto con el postulante».
Esta dictadura en potencia del STF, más los ataques y mentiras de Sergio Moro, más la puñalada a Bolsonaro durante la campaña, más el sabotaje de gobernadores promoviendo lockdowns y cuarentenas en zonas donde inclusive detienen a ancianos, representa una evidente tentativa de golpe de Estado y de eliminación de disidencia impulsada por el establishment que el PT y el Foro de São Paulo vienen construyendo desde hace décadas.
«Las dictaduras no ocurren de la noche a la mañana», sentenció Eduardo Bolsonaro en el Superlive que tuvo en la Terça Livre junto a Allan dos Santos, a Olavo de Carvalho, a la diputada Bia Kicis, y al psiquiatra Italo Marsili. Y es verídico.
Considero que los totalitarismos no son disruptivos, necesitan cocinar muchas cosas y ajustar su mecánica: cuándo avanzar, cuándo replegarse, cuándo aparentar debilidad o muerte, cuándo ceder victorias insignificantes. Mas, un elemento que siempre necesitan es el de la inversión de la realidad para justificar la judicialización de la vida pública y privada de acuerdo a los dictámenes subjetivos de las marionetas con toga. Eso es lo que ahora la Suprema Corte está buscando lograr en Brasil.