«El bien se camufla en la oscuridad de la lentitud y pequeñez de la vida cotidiana»
—Søren Kierkegaard.
Trump ha logrado un pacto de paz para poder retirar efectivamente tropas estadounidenses de Afganistán en los próximos 14 meses después de casi dos décadas de guerra desmedida.
Junto a esta noticia han venido una serie de reacciones incómodas y comentarios negativos, que calificaban al POTUS de traidor, hipócrita, débil y un zonzo etcétera.
Poniéndolas en perspectiva, Trump no ha traicionado nada; al contrario, ha dado un golpe crítico al complejo industrial militar, cuyo negocio es la eterna guerra.
Trump, por su lado, responde a un mítico llamado de los estadounidenses que podemos verlo reflejado hasta en la misma época de los 60 con las campañas anti-war durante la Guerra de Vietnam. Su decisión se vuelve extremadamente coherente tanto con este llamado sino también con su eslogan America First.
Esto define a Trump como un estadista histórico.
Veamos; los grandes estadistas no basan su acción política en ideales universales, a menos que deseen el universo. En cambio, circunscriben su acción a un imaginario que les es familiar, comunitario y propio; en palabras llanas: lo que resembla la identidad nacional y el interés nacional que representan.
Esto ocurre porque debe haber un grado de relación orgánica entre lo político y un actuar tan diseminado como el de las gentes para producir una cohesión que fortalezca el ejercicio del poder. Pero, además, ocurre esencialmente por un simple hecho, como lo acertaba Hermann Hesse: porque «la humanidad y la política siempre se excluyen».
Trump no puede ocuparse de los graves problemas del totalitarismo iraní, ni del peligroso expansionismo turco, tampoco de la consolidación de la tóxica hegemonía eurasiana. Es esa una dinámica que corresponde a los elementos oriundos regionales; solo si sus resultados ejercen una amenaza o un ataque, una acción suya debe tener lugar.
Es esa la realidad y el deber de un estadista, responder a la protección de sus intereses y de la soberanía de su país. No de los otros.
Y esto aplica para Venezuela de igual forma. Trump no lucha por una democracia venezolana, lucha porque una democracia venezolana, dura, real, canalizada y protegida por la ley, junto con una soberanía protegida por un fuerte Ejército Nacional que asegure tanto, la libertad, como, el orden que la alberga, pueden, en fórmula, ayudarle a eliminar los peligros que también amenazan a los Estados Unidos y a sus intereses.
Vivimos en un mundo que, por ser globalizado, toma para sí fenómenos, causas y problemas que ocurren en naciones que no son las nuestras, las lleva a un nivel planetario.
Además de inmiscuirse, desgasta y malgasta fuerzas y esfuerzos con el mero fin de imponer reglas y estandarizar en contra de diferencias naturales entre naciones, Fes y sexos.
Esta visión, acaso oportunista, acaso sospechosa, está respaldada por una práctica común de condensar todo un fenómeno (o múltiples) en una consigna, en una palabra, que lleva a la infinidad de sus variables y elementos a la oscuridad y al olvido.
Por ejemplo, uno de los mottos que casi llega a ser tan pesado como la 2da Enmienda es “Estados Unidos no negocia con terroristas”. Trump, tan heterodoxo como puede ser, rompió de una bellísima forma esta tradición oral.
Implica poco la posibilidad de una traición o de debilidad con este pacto de paz cuando el objetivo de Trump es y ha sido salir de territorios que no son de Estados Unidos, de guerras que no son de Estados Unidos por intereses que no son de Estados Unidos. En realidad, respecto al Oriente Medio, es el acto más sensato en dieciocho años que el gobierno norteamericano ha tenido, tras un Bush hostil y un Obama dócil, complaciente y financista.
El antiterrorismo es una noble causa, pero usar dinero norteamericano para asumir responsabilidades e intereses extranjeros, jamás lo será. Trump lo entendió, cometió errores en su camino de salida, pero cerró con broche de oro y logró la política que prometió.
Ahora, decir esto no significa que el pacto y la negociación son herramientas políticas beneficiosas en cualquier momento. Al final, el líder Talibán asumió la responsabilidad de no permitir el re-ascenso y el brote de las operaciones de al-Qaeda o de cualquier otro grupo de la misma índole en el territorio.
Estas son lecciones de soberanía y de respeto a los intereses nacionales. Esto, ni pacifistas ni “bobolongos” lo entenderán.
La actitud de Trump frente al fenómeno del Medio Oriente es muy gratamente parecida a la del primer “americanista”, George Washington. Durante la Guerra, Washington se enfrentó a la adversidad del tiempo con el apoyo francés que estaba en camino, afrontó un ejército amotinado (en varias ocasiones), dio cara a los errores garrafales de subalternos. Aún así, esperó. La paciencia que aplicó sobre la empresa de unos Estados Unidos independientes y sobre sus intereses particulares como hombre de poder se asemeja a la paciencia que Donald Trump aplicó sobre los intereses requeridos por los ciudadanos y por sus intereses particulares.
Al final, lo logró. Logró lo que la derecha americana clamaba, lo que sus críticos usaban en su contra y lo que los estadounidenses pedían desde hace décadas. Trump, como Washington, esperó pacientemente a pesar de las coyunturas naturales y autoridades electas que les eran adversas, para lograr el objetivo sin traicionar los ideales elementales que dan vida, a la vida americana.