El Estado, en su concepción más pura, liberal y efectiva debería tener como misión primordial la procuración de justicia y seguridad hacia sus gobernados y apenas poco más. En su visión más hobbesiana tenemos que el Estado surge como una respuesta a la poca civilidad de los humanos en sociedad para mediar las relaciones entre individuos y evitar vivir así en un estado de barbarie.
Bajo este entendido, proteger la vida e integridad del individuo es una misión tan magnánima que resulta pertinente ceder un poco de libertades para poder obtener la tan anhelada seguridad a través de figuras como las cortes, prisiones, cuerpos policiales, ejércitos e infraestructuras en general que ayuden a mantener un cierto estatus de paz y armonía social.
¿Pero que pasa cuando las libertades que se ceden son demasiadas y el empoderamiento estatal llega a límites extravagantes?
En la práctica hemos visto que generalmente ocurre así. En nombre de una supuesta justicia social y de la democracia el poder que se le concede al Estado termina por revertirse en contra de la misma gente que se supone debería proteger.
No existe ningún crimen más indignante y espeluznante que aquel cometido por aquellos que se supone están ahí para defenderte. “Crimen de Estado” le llaman algunos, en México algunos preferimos llamarlo “no tener madre”.
No son pocos los casos de crímenes de Estado documentados, pero lo que sucedió hace 50 años en Tlatelolco es, quizá, el episodio más negro de la historia moderna de la sociedad mexicana.
Podemos estar de acuerdo o no con las formas, las causas, los argumentos o las ideas de quienes perecieron aquel fatídico día, pero es innegable que lo que se vivió ahí sentó un precedente dolorosísimo para la vida política y social de México.
Los años han pasado y el tiempo ha hecho de las suyas; los niños que vivieron en tiempos de Díaz Ordaz hoy ya son adultos y los actores principales sobrevivientes de aquel día hoy tienen una visión mucho más madura de lo sucedido. Al mismo tiempo, es notable como el dos de octubre se ha instalado en la idiosincrasia mexicana, especialmente entre los jóvenes, como parte de un discurso revolucionario y antisistema adoptado por las generaciones posteriores a la del 68.
Cada año se realizan eventos y marchas conmemorativas a lo largo y ancho del país para remembrar lo acontecido en Tlatelolco. Millares de jóvenes corean con sincera vehemencia su inconformidad ante un sistema que, bajo su óptica, ha demostrado infinidad de veces más ser tan rapaz que incluso puede arrancar vidas con tal de perpetuarse en el poder.
Al grito de ¡2 de octubre no se olvida! se mantiene viva la memoria de aquellos que cayeron abatidos por el fuego disparado por agentes que supuestamente debían proteger sus vidas.
Y es justo ahí donde vale la pena reflexionar a fondo; la matanza de Tlatelolco no fue fruto de la casualidad. Detrás de cada bala había un plan macabro de terminar con las protestas por la vía violenta orquestado por altos mandos del ejecutivo federal.
Todo esto fue consecuencia del alto grado de poder con el que contaba el gobierno de la época. Al ser el PRI un partido hegemónico que se encontraba en el poder, la impunidad estaba garantizada. La figura presidencial tenía tanto control sobre las instituciones que prácticamente no había ningún contrapeso a lo que ordenara su voluntad. Como la historia lo muestra, dicho empoderamiento terminó costando años de estancamiento económico, una cantidad incalculable de pobreza, la pérdida de libertades elementales y el silenciamiento de cientos de vidas humanas de manera violenta y arbitraria.
Los jóvenes de hoy abrazan las causas de la izquierda y se declaran antisistema deberían detenerse a entender la verdadera causa de estas tragedias. Muchas veces terminan por caer en incongruencias tales que solo ponen de manifiesto que lo que pasó aquel 2 de octubre en realidad si se olvida.
En la actualidad hay quienes condenan el autoritarismo y la discrecionalidad para el uso de las fuerzas armadas por parte del gobierno mientras celebran que sea un solo partido el que tenga las riendas absolutas del país (MORENA) sin preocuparse por una generación de contrapesos real desde la sociedad civil.
Se quejan de la represión estatal mientras marchan y abogan por más Estado a disfrazado de “servicios” gratuitos y políticas redistributivas que solo terminan por generar estancamiento económico.
Siguen y vitorean a Andrés Manuel López Obrador sin detenerse a pensar que su primera afiliación partidista se llevó a cabo apenas algunos años después de la matanza de Tlatelolco y la realizó al integrarse formalmente al partido oficialista, que entonces era el PRI, culpable confeso de la masacre ocurrida.
Abogan por un cambio, pero no se dan cuenta que MORENA emanó de lo más viejo, corrupto y represor del oficialismo mexicano y basta con ver los métodos para su selección de candidatos y funcionarios, así como la absoluta discrecionalidad con la que AMLO pretende llevar las riendas del país.
Aseguran que el 2 de octubre no se olvida, pero abogan por implementar el sistema estatista y socialista que imperaba en el México de los 60´s en el que un solo hombre decidía todos los designios de una nación y que probadamente fracasó.
No entender la historia ni sus causas más profundas conduce a errores como los antes señalados, en los que se termina por poner de manifiesto una total incongruencia al apoyar a los políticos de siempre solo porque han cambiado de nombre o de colores.
El dos de Octubre siempre es una buena oportunidad para reflexionar sobre el pasado, presente y futuro de nuestro país y es un hecho que no debe olvidarse jamás; pero tampoco se debe olvidar sus causas ni la impunidad de la que gozaron todos los involucrados.
Bien dicen que quien no conoce la historia está condenado a repetirla y México es un triste ejemplo de ello.
Nota del autor.
Resulta absolutamente condenable y lamentable el hecho de que algunos inadaptados utilicen la fecha para saciar sus impulsos más instintivos y, desde el anonimato y cobardemente detrás de una capucha, vandalicen espacios públicos y privados por igual. Este tipo de actitudes no hacen otra cosa más que desprestigiar sus causas y ensuciar el nombre de aquellos que realmente abogan por el fortalecimiento de la sociedad civil a través del derecho a la protesta pacífica y civilizada.