El pueblo de Chamula, en Chiapas, es una parada obligada para todo aquel que desea tener un acercamiento al mundo indígena que se empeña en sobrevivir en territorio mexicano, en medio de un ambiente globalizado donde las telecomunicaciones y las nuevas tecnologías han terminado por revolucionar la realidad de todos, incluso la de los más renuentes al cambio.
Tierra de gente forajida y aguerrida, contar la historia de Chamula es contar la historia de la resistencia indígena que muchos se han empeñado en idealizar, pero que representa un fenómeno social complejísimo y que no parece tener fecha de caducidad.
Visitar su templo central ofrece una impresionante visión de dos mundos que se encontraron hace 500 años por primera vez y que pareciera que aún no terminan por fusionarse del todo, pero que conviven. Sin duda, esto ha dado paso a la formación de una cosmovisión que raya en lo surrealista para aquellos que vivimos ajenos a sus usos y costumbres.
Las lenguas autóctonas a la hora de rezar, la flora local regada por el suelo, la carencia de asientos en el templo, las vestimentas tradicionales y el uso de instrumentos de adoración como el copal o el fuego, contrastan con las imágenes de santos pertenecientes al catolicismo traído por los europeos y las decenas de botellas de Coca-Cola (quizá el máximo símbolo del capitalismo y la globalización) que se utilizan como parte de sus rituales y se encuentran regadas a lo largo del templo.
De entre todas las figuras y roles que este histórico mestizaje ha generado, pocos han mantenido su relevancia en las sociedades indígenas como lo han hecho los chamanes.
Para los creyentes del chamanismo, el mundo consta de dos planos que conviven pero que no se tocan entre sí: el plano de lo natural y el de lo espiritual. Un chamán es aquél que sirve como puente o intermediario entre ambas dimensiones.
Estos líderes espirituales aseguran tener, entre muchos otros, el poder de la sanación, el de controlar las inclemencias del clima o el de combatir el mal de ojo y, por lo tanto, ostentan un rol privilegiado ante el resto de la sociedad.
Sus rituales, que incluyen sacrificios de animales y viajes astrales con hierbas alucinógenas, terminan por construir una imagen en torno a su figura basada en el misticismo y la magia que han ido heredando y manteniendo vigente de generación en generación.
Constatar estas realidades de primera mano, platicar con los oriundos de estas comunidades y analizar el contexto social y político en el que se han tenido que desarrollar a lo largo de su historia permite inferir algunas cuestiones de la idiosincrasia mexicana que de otra manera serían inexplicables. El chamanismo aún forma parte de la cultura del mexicano.
Es un hecho incuestionable que los tiempos han cambiado y que lo que antes era una realidad generalizada hoy solo se puede apreciar y estudiar en pequeñas comunidades que se resisten a ceder sus tradiciones, como Chamula.
Los tremendos avances tecnológicos, científicos y económicos de los últimos 300 años han hecho que antiguas creencias basadas en la tradición o en la superstición pierdan adeptos alrededor del mundo, y México no es la excepción.
Hoy, quienes dicen creer en chamanes representan una absoluta minoría de la población nacional, contrario a lo que ocurría hace 400 o 500 años. Al menos en su forma tradicional.
Sin embargo, es seguro afirmar que en México sigue existiendo un extenso grupo de nuevos chamanes que siguen fungiendo como servidores del pueblo: se hacen llamar a sí mismos políticos.
Los políticos de la actualidad en México y Latinoamérica aseguran tener las soluciones a todos los problemas que aquejan a los simples mortales. Pero al enfrentarse a las demandas de una explicación, meramente repiten dogmas: invocaciones más similares a palabras mágicas que a soluciones viables y bien estructuradas.
“El poder del pueblo bueno”, “La democracia triunfante” o “La Justicia social” son solo algunos ejemplos de expresiones que parecen tener un tremendo significado, pero que en la práctica no pasan de ser slogans sin contenido.
Está claro que en el plano personal cada quien es libre de creer y vivir como mejor le convenga. Que un individuo decida creer en el chamanismo, en el catolicismo o vivir en el agnosticismo no tiene por qué serle un impedimento para establecer relaciones sociales, afectivas, comerciales o de cualquier otra índole con sus conciudadanos.
En el plano político no sucede lo mismo: las creencias y ocurrencias de los políticos chamanes terminan por ser financiadas con dinero público y afectan a todos por igual. Entender esto es vital para la construcción de una visión cívica y sensata de nuestra sociedad.
Hay que entender nuestros orígenes culturales para reflexionar seriamente sobre el hecho de que en pleno siglo XXI seguimos a expensas de las ocurrencias de chamanes-políticos. Personas que aseguran saber mágicamente qué proyectos, políticas y decisiones son las que necesitamos para salir adelante.
Para progresar como sociedades no hay otro camino que la generación de un estado de derecho en donde la decisión de vivir cómo mejor le plazca a cada uno sea respetada en un contexto de igualdad ante la ley y de libertad económica y política.
No hace falta rendir culto a ningún político ni mucho menos ascenderlo al grado de deidad infalible, como algunos pretenden. No hace falta matar gallinas ni buscar chivos expiatorios.
La riqueza cultural de México es gigantesca y debe ser motivo de orgullo, pero hay que conocerla y entenderla. Si fuéramos más responsables y conscientes de nuestro entorno, dejaríamos las creencias mágicas para el plano personal. Y nada más.
Los chamanes de nuestros tiempos deben limitarse a estar en los templos y no en el congreso o portando bandas presidenciales. Así de claro.