Definir el rol de un gobierno en la sociedad no es una tarea fácil y ha sido motivo de discusiones políticas y económicas a lo largo de la historia; desde los antiguos imperios en los que su máxima cabeza era considerada una divinidad en la tierra, hasta nuestros días, cuando la desconfianza hacia los políticos es más bien generalizada. Definir esto ha sido una cuestión imperante pero que no termina por ser del todo clara para muchos.
Dentro de todas las posibles opciones y ramificaciones que las diferentes opiniones y teorías nos pueden ofrecer sobre los roles del Estado destacan dos concepciones que son totalmente contrarias entre sí y que terminan por definir la verdadera cuestión de raíz: abogar por un estado benefactor o por un estado de derecho.
ESTADO BENEFACTOR: funciona como un ente protector y paternalista para sus gobernados, está basado en los impulsos y deseos del gobernante de turno y su estrategia está basada en programas sociales, a través de los cuales busca proveer servicios como educación, salud, una renta universal, etc. La carga de regulaciones, tarifas tributarias y poder político necesarias para su funcionamiento son elevadas.
ESTADO DE DERECHO: su rol es similar al de un árbitro, basado en la norma escrita o sus respectivas constituciones políticas, su estrategia es apostar por las iniciativas ciudadanas y definir reglas claras para después impartir justicia y que, de este modo, sean los propios ciudadanos los encargados de definir el camino que deben seguir para alcanzar el progreso como sociedad y todos los beneficios que este conlleva. La carga de regulaciones, impuestos y poder político para su implementación no es necesariamente alta.
Hoy en día se da por sentado que el Estado debe ser por naturaleza del primer tipo, muchos no alcanzan siquiera a concebir como serían las sociedades si no fuera el gobierno quien proveyera de servicios públicos. En consecuencia, en términos generales, el concepto del Estado benefactor es mucho más popular.
No importa cuanta evidencia exista de que estos servicios no funcionan como deberían y de que terminan por ser semilleros de corrupción, el siquiera atreverse a cuestionar el rol del Estado en temas como la educación o la sanidad sigue siendo un tema tabú políticamente hablando en Latinoamérica.
Más allá de estas precisiones, habría que entender que ambos conceptos son mutuamente excluyentes. La implementación de un Estado de corte benefactor llevará invariablemente al atropello de los derechos básicos de propiedad, vida y libertad, que funcionan como el eje rector del Estado de derecho.
El concepto de “gratuidad” es quizá uno de los más erróneamente usados por aquellos que abogan por un Estado mayoritariamente dedicado a proveer. Parecieran creer que el Estado tiene una especie de varita mágica con la cual pueden firmar decretos para la creación de riqueza y bienestar ciudadano, mientras que en realidad el mundo dista mucho de funcionar así.
Al no ser un ente productivo, para poder ofrecer “cosas gratis” es necesario primero para el Estado confiscar riquezas a sus gobernados a través del uso de la fuerza estatal, es decir, a través de la coerción que los impuestos y su obligatoriedad representan y la absurda cantidad de regulaciones a las que el trabajador y ciudadano promedio tienen que hacer frente en su día a día.
Tratemos de pensar por un momento en algún programa o regulación estatal que realmente haya traído beneficios mayores que los costos que ha representado y seguramente veremos que, por lo general, cuando un gobierno pretende atacar un problema termina por empeorarlo, generando efectos cobra en los ecosistemas económicos que pretende mejorar.
Ahí tenemos el caso del impuesto a las bebidas azucaradas en México, que solo ha terminado por engordar los bolsillos de políticos y burócratas profesionales; o los terribles abusos de poder y de corrupción que el gran poder licitatorio estatal permite dentro de los procesos de construcción de obra estatal en todos los niveles de gobierno.
Apostar por un Estado benefactor invariablemente termina guiando a aquellos que lo experimentan por el camino de la miseria disfrazada de “justicia social” y de “soberanía nacional”. Políticas de corte socialista y comunista han encontrado en esta distorsión del lenguaje su mejor aliada para volver a ser populares en el ideario de las sociedades modernas.
Lejos de pretender establecer un Estado sobreprotector que vea a sus gobernados como seres necesitados de una guía permanente, aquellos defensores del Estado de derecho entienden la relevancia de defender los tres derechos fundamentales con los siguientes simples y sencillos argumentos:
DERECHO A LA VIDA: quitarla representa homicidio.
DERECHO A LA PROPIEDAD: quitarla representa hurto.
DERECHO A LA LIBERTAD: quitarla representa esclavitud.
Un Estado que enfoque todos sus recursos y esfuerzos a defender estos tres simples derechos, en lugar de querer solucionar todos y cada uno de los aspectos de nuestras vidas, no solo estaría garantizándonos lo más esencial que un humano necesita para su desarrollo individual y en sociedad, sino que estaría fomentando la responsabilidad civil en sus ciudadanos.
Adoptar una agenda de libertad y corresponsabilidad orientada hacia al Estado de derecho en todos los niveles de gobierno terminaría por generar mejores condiciones de vida y, de paso, condenaría al fracaso a políticos populistas y deshonestos que con la mano en la cintura son capaces de prometer todo aquello que los más necesitados quieren escuchar, a pesar de saber que sus programas y promesas conducen invariablemente al fracaso.