La guerra es por mucho la expresión más lamentable de miseria y dolor humano. La destrucción de patrimonios y sueños, los traumas, lesiones y marcas de por vida, las secuelas psicológicas de los involucrados, la violencia ejercida como rutina, la falta de escrúpulos consecuencia del odio inculcado, los sentimientos de venganza, la mutilación de familias y la muerte de soldados y de civiles inocentes en general no deben ni pueden pasar desapercibidos ante cualquier persona que valore lo importante de una vida humana.
Ver videos de un ataque con químicos a menores en Siria en las redes sociales no se puede ver como algo cotidiano. Saber que algunos presidentes de naciones tienen bajo su poder armas para volar ciudades enteras no se puede ver como algo cotidiano. Vivir con miedo a ataques terroristas como los perpetrados por Al-Qaeda o ISIS no se puede ver como algo cotidiano.
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Las guerras han estado presentes desde tiempos ancestrales; prácticamente todos los grandes imperios de la historia se construyeron basados en conquistas y batallas militares que implicaban muertes y saqueos injustos y se ha mantenido como una constante en mayor o menor medida hasta nuestros días. Se cree que el último año en el que el mundo entero estuvo “en paz” fue el 597 D. C.
Conquistas territoriales, conflictos diplomáticos y políticos, diferencias ideológicas entre gobernantes, revoluciones contra monarquías, cruzadas religiosas, independencias coloniales, enfrentamientos económicos… Las razones para iniciar una guerra han variado infinitamente y pueden llegar a ser tan absurdas como el lector lo quiera imaginar; un ejemplo muy ilustrativo es la famosa “guerra de los pasteles” entre Francia y México, que según la leyenda tuvo lugar debido a que soldados mexicanos se negaron a pagar la cuenta en una pastelería francesa.
Solo existe un común denominador entre todas las guerras de la historia: absolutamente todas son decretadas por personas con poder y al frente de un Estado, monarquía o imperio y que en teoría deben representar a los intereses de sus gobernados.
Las guerras siempre implican subordinación obligada de los involucrados hacia decisiones “oficialistas” e importa poco si como individuo, ya sea civil o militar, se esté de acuerdo o no con las razones y los métodos utilizados para enfrentar dichos conflictos.
Jamás ha existido una guerra entre individuos, a esas se les llama de otras maneras: pugna, rencilla, pelea, discusión, altercado o enfrentamiento, pero nunca “guerra”. Esta palabra implica mucho más: destrucción, muerte y miseria.
Hoy en día las guerras siguen siendo una dolorosa realidad, y gracias a las tecnologías y canales de comunicación a los que tenemos acceso podemos enterarnos de lo que ocurre y sensibilizarnos mucho más de lo que podían hacerlo nuestros antepasados en cualquier época de la historia.
Todo esto viene a cuento porque es un buen momento para hacer una reflexión seria al respecto, que si bien puede resultar algo idealista, resulta imperantemente necesaria para entender cuál es el problema de raíz con las guerras.
Algunos economistas, historiadores y opinologos se atreven a culpar al “malvado capitalismo” por las guerras del mundo bajo la premisa de que son un buen negocio para las empresas armamentistas, e incluso llegan a afirmar que las guerras son necesarias para mantener un cierto orden mundial y algún nivel de control poblacional.
Esta teoría carece de sustento histórico por las mismas razones que hemos expuestos previamente. El “capitalismo”, como se conoce hoy en día genéricamente a la combinación de políticas de libre mercado con los avances de la revolución industrial y tecnológica de nuestros tiempos, es un fenómeno que no tiene más de 200 años, sin embargo, las guerras han estado ahí desde siempre.
Por otro lado, lo contrario a la guerra no es otra cosa más que la cooperación voluntaria a la que solo se puede acceder plenamente en un Estado de derecho liberal. En un proceso genuino de libre mercado (sin intervención estatal) se necesitaría que ambas partes involucradas llegaran a acuerdos de mutua conveniencia para poder prosperar, y eso no tiene nada que ver con bombardear o aniquilar a terceros.
La verdadera causa de fondo de todas las guerras en el mundo tiene un nombre y hay que decirla claro y fuerte: ESTATISMO, o el gran poder del que gozan los gobiernos del mundo.
Son los Estados quienes tienen el poder de decidir si miles de hombres van a la guerra o se quedan en casa a disfrutar de un fin de semana en familia; son los estados quienes deciden si es prudente soltar una bomba en un hospital o si es mejor destinar los recursos que posee gracias a sus gobernados para construir uno nuevo.
Habrá quien pueda argumentar que esto es verdad, pero que al final las políticas estatales obedecen a los grandes “intereses capitales” de algunos privados, y puede que estén en lo cierto, pero en ese caso la premisa sigue siendo la misma: es la existencia de un Estado omnipotente la razón de fondo para que estas atrocidades sigan sucediendo.
El pedazo de tierra en el que nacemos no debería condicionarnos a odiar a otros que no nacieron en el mismo lugar, como tampoco debería poder limitar nuestras posibilidades de establecer relaciones comerciales, sociales ni de ningún tipo.
Dejemos de confiar tanto en políticos como si realmente ellos pudieran entender lo que sentimos y lo que queremos desde la parte trasera de lujosos aviones presidenciales mientras hay gente que vive con la incertidumbre de no saber si va a poder comer o no ese día. Las consecuencias de no hacerlo pueden ser desastrosas, y es que cuando los más empoderados deciden ir a guerra son los inocentes y civiles quienes terminan muriendo.
Las guerras representan la perfecta distopía liberal: se basan en el miedo y son atentados constantes contra los derechos de propiedad, vida y libertad.
Acercarse a las ideas de la libertad, ser consecuente y entender el problema de raíz y la importancia de empoderar individuos y no a estados es un buen primer paso para construir una sociedad mucho más armoniosa y pacífica con miras al futuro de la humanidad.