El sábado pasado se reunieron miles de personas en varias de las principales ciudades de México con el objetivo de marchar para defender a la familia en lo que ellos llaman su “concepción natural” y manifestarse en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo, su consecuente derecho a la adopción y la educación sobre “ideología de género” en escuelas públicas a nivel primaria y secundaria.
Las reacciones, tanto a favor como en contra, no se hicieron esperar. Los que están a favor de dichas reformas argumentan “modernidad” mientras los que están en contra “naturalidad”. La polarización de opiniones ha sido bastante fuerte y ha puesto el tema como eje central en el radar político y la opinión pública del país.
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Es un hecho indiscutible que la opinión individual que cada quien se ha formado con respecto a estos temas depende de su entorno, contexto, historia, educación y un sinfín de factores más. Por mencionar un ejemplo, es una tendencia marcadísima que los más jóvenes sean más propensos a estar a favor del matrimonio gay mientras que aquellos de edad más avanzada, al haber sido educados en entornos y circunstancias diferentes, tendrán una barrera ideológica mucho más difícil de derribar ante este tema.
Dicho lo anterior, no está de más aclarar que tomar postura por una u otra corriente no es por sí mismo un acto que pueda calificarse como bueno o malo, como muchos parecen pretender. Es perfectamente entendible que existan un sinfín de variables de opinión, el verdadero problema es cuando se pretenden imponer las creencias personales a terceros a través del uso de la fuerza y del Estado.
Pretender que los niños de una pareja conservadora deban tener clases sobre “ideología de género” obligatoriamente porque el gobierno así lo ha decidido es un atropello a la libertad de los padres de poder educar a sus hijos como ellos lo consideren mejor. Por otro lado, prohibir ser reconocidos ante la ley como pareja a dos personas del mismo sexo que así lo han decidido libremente, también.
La igualdad ante la ley es un hecho que no debería estar en discusión. Es decir, si casarse es legal para un hombre y una mujer siempre y cuando los implicados lo hagan con pleno conocimiento y voluntad, debería serlo también entre dos personas del mismo sexo bajo igualdad de circunstancias (aunque idealmente el matrimonio tampoco debería ser un contrato bajo el dominio estatal).
A través de la promulgación de leyes, el uso de la fuerza y la supuesta capacidad de poder definir qué es lo mejor para unos y para otros bajo el disfraz de la siempre sobrevalorada democracia, el Estado se vuelve objeto de deseo de grupos de lobby y activistas de diversos movimientos que buscan que se legisle a su favor; en este caso en particular por ejemplo tenemos el caso de la Iglesia católica y el Frente Nacional por la Familia por un lado y el grueso de las organizaciones LGBTI por el otro.
Tenemos entonces que el verdadero problema es el Estado atribuyéndose funciones que no deberían estar bajo su facultad.
Un síntoma de esto es cómo la gran mayoría de los políticos en México han tratado de capitalizar para su beneficio esta disputa ideológica, algunos mostrándose como modernos y de mente abierta ante las nuevas tendencias globales y otros asegurando ser personas conservadoras y tradicionalistas “de familia”, pero todos pensando en lo que les sea más redituable políticamente hablando.
Es necesario entender que la diversidad de ideas nos hace valorar más o menos ciertas actitudes, creencias y estilos de vida y eso no sólo está bien, sino que es algo natural en las sociedades libres. No podemos pretender que, a través del Estado, terceros sean forzados a aceptar una “verdad única” y tengan que cambiar su estilo de vida y adaptarlo a nuestras propias creencias y valores, ni viceversa.
Por otro lado, parece ser que se nos ha olvidado que la tolerancia, el respeto y la libertad son caminos de ida y vuelta y los estamos interpretando como si tuvieran un solo sentido. Hoy muchos están jugando el papel de inquisidores a la inversa contra quienes tradicionalmente lo habían hecho y se están olvidando de practicar lo que siempre se exige. Pareciera que no hay equidad a la hora de medir “niveles de tolerancia” según la postura desde que se evalúe.
Para muestra de ello basta con observar cómo, mientras expresar comentarios contrarios a una marcha del orgullo gay o demostrar inconformidad ante demostraciones públicas de grupos de activistas LGBTI es automáticamente condenado por el grueso de la sociedad como un acto de intolerancia y falta de madurez, cuando es en el sentido contrario no pasa lo mismo y es incluso algo plausible condenar a aquellos que piensan diferente.
Aquellas personas que decidieron marchar “por la familia natural” de manera libre y consciente están defendiendo una causa tan legítima como la de la comunidad LGTBI, sin importar que estemos de acuerdo o no, sin embargo, han sido víctimas de censura por parte de un gran sector de la sociedad, acusándolas de cerradas, retrógradas y desubicadas.
Entendamos de una vez por todas que en una sociedad libre no se debería pretender unificar criterios más allá de garantizar un estado de derecho parejo para todos. La diferencia de opiniones se soluciona con libertad y no con nuevas leyes para imponer realidades y se consuma cuando entendemos que cada quien debería poder decidir cómo vivir su vida sin verse forzado a aceptar medidas contrarias a sus creencias y valores, sean los que sean.