No es ningún secreto, y es un tema por todos bien conocido, que en América Latina la imagen y la credibilidad de los políticos están por los suelos. Concretamente en México los partidos políticos son la institución en la que menos confianza tienen los ciudadanos, incluso por debajo de la policía o los sindicatos.
A pesar de esto, una gran parte de la población sigue viendo a los políticos como una fuente de oportunidades para lograr algún tipo de beneficio o progreso personal, es decir, aunque no cree ni confía en ellos, piensa que a través de ellos puede obtener favores estatales, como algún puesto en la función pública, apoyos de cualquier tipo o alguna cuota de poder e influencia en algún asunto de carácter público que le ataña.
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Cuando se trata de política, México es un país de alcahuetes y aduladores, dispuestos a secundar cualquier atropello a la razón o al bienestar ciudadano con tal de quedar bien con los funcionarios en turno y así mantenerse cercanos al círculo rojo del poder.
Esto genera un entorno de empoderamiento y una sensación de omnipotencia en los políticos que generalmente los hace perder el piso y olvidarse de sus ideales primarios y del sentido común.
Por otro lado, en el ideario ciudadano, y a pesar de la evidente y lamentable realidad política, se sigue teniendo la noción de que un buen político debe ser un gran líder con grandes ideas. Generalmente se le idealiza como una persona cercana al pueblo, dispuesta a sacrificar el bien de unos pocos poderosos en pro de la mayoría y capaz de mover conciencias e incluso corazones.
Resumiendo este contexto: tenemos a ciudadanos ávidos de grandes políticos carismáticos (casi mesiánicos) capaces de cambiar el entorno y la realidad en la que vivimos y, por otro lado, a políticos empoderados, durmiendo en sus laureles de victorias electorales o buscando las formas para lograr la siguiente, siendo adulados y casi venerados por sus colaboradores y partidarios, a pesar de no dar resultados reales a la sociedad.
Estas dos no son situaciones independientes; tanto los políticos como los ciudadanos de a pie seguimos viviendo en un mundo de fantasía en el que esperamos que nuestra realidad mejore de manera mágica a través del ejercicio del poder estatal. Todo esto evita que seamos responsables y tomemos medidas realistas desde el plano individual para mejorar nuestra realidad y nuestro entorno.
El primer y más importante paradigma que tenemos que romper sobre nuestro sistema político es creer que los políticos son líderes; la realidad es que no lo son y nunca lo serán. Quizá dentro de su partido o dentro del círculo con el que tienen que interactuar en su día a día puedan serlo en el sentido organizacional o carismático, pero en el sentido social, político e intelectual, un político está condicionado a lo que la mayoría pida y opine.
Es decir, en el supuesto, generalmente acertado, de que el objetivo primordial de un político es poder mantenerse en el poder y continuar indefinidamente con su carrera en el servicio público, entonces será necesario ofrecer y hacer cumplir lo que la mayoría le demande para poder ganar elecciones y/o mantenerse vigente.
Imaginemos dos situaciones hipotéticas:
- La mayoría de las personas exige a sus políticos espectáculos cirqueros en fiestas religiosas patronales, despensas “gratuitas” y jugar el papel de un personaje populachero que les endulce el oído con mensajes de “esperanza”.
- Como sociedad civil se comienza a demandar mayor libertad económica, menos impuestos, la eliminación de trabas para emprender negocios o la no intromisión del Estado en asuntos que deberían ser meramente de carácter personal.
¿Cuál de estos dos escenarios resultaría en mayores beneficios para la mayoría de la sociedad? Si optamos por la segunda opción, los políticos populacheros que mencionamos en primera estancia tendrían que adaptar sus estrategias o ser relegados al olvido, ya que sus prácticas ahora serían impopulares y no bien vistas por la mayoría. Sin embargo, lamentablemente el escenario en el que nos encontramos hoy en día es justamente el inverso, cada vez nuestros políticos están apostándole más a ofrecer soluciones populistas e irrealizables porque es lo más rentable políticamente hablando.
Somos los ciudadanos con nuestro trabajo diario, nuestras ideas y proyectos quienes transformamos nuestros entornos y quienes mantenemos al Estado, no al revés. No pretendamos que el Estado nos mueva y nos mantenga, ya que es incapaz de hacerlo sin dañar las libertades individuales de sus gobernados.
Entendamos de una vez por todas que los políticos están condicionados a nuestras ideas, a nuestras necesidades, demandas e iniciativas. Es necesario tomar conciencia de este poder para poder comenzar a ejercerlo de manera firme y responsable.
La pelota está en nuestro lado de la cancha. Es buen momento para dejar de confiarle tanto al Estado y a los políticos y comencemos a confiar en nosotros mismos.
La educación y la cultura son clave para cambiar el clima de ideas y así poder mandar un mensaje claro a aquellos que nos gobiernan. Hagamos impopular lo que nos hace daño. Como ciudadanos libres y responsables es tiempo de canalizar el hastío y descontento político en propuestas claras que abonen al empoderamiento ciudadano y la reducción del Estado.