“La Ilustración significa el abandono del hombre de una infancia mental de la que él mismo es culpable. Infancia es la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otra persona. Esta puericia es culpable cuando su causa no es la falta de inteligencia, sino la falta de decisión o de valor para pensar sin ayuda ajena” – Immanuel Kant.
Es un día gris, de esos que pueden haber inspirado las grandes obras; de esos que te empujan más hacia el sofá que hacia el exterior. Sobre mi escritorio, que no ostenta casi espacios vacíos, destaca un café y Traité sur la tolérance de Voltaire. Al mundo también lo hizo la pluma, no solo la espada y el caballo.
Ya no estamos en 1763. La ciencia, la razón y el progreso nos han despojado de nuestros impulsos más oscuros. Lo que hasta hace apenas dos o tres siglos era la norma —esclavitud, guerra, miseria masiva, analfabetismo— hoy roza lo impensable. Incluso todo aquello que aún constituye un desafío a solucionar urgentemente —pobreza, totalitarismos, racismo, machismo— presenta una clara e indiscutible tendencia a la baja. La guerra, que subsiste todavía de manera excepcional, es inmoral e inaceptable para una mayoría aplastante de seres humanos.
Es en este contexto que no deja de asombrarme el aparentemente creciente número de pesimistas crónicos; sobre todo aquellos que reniegan de todo cambio, que ven en cada moda una “amenaza para Occidente”. Sostienen, por ejemplo, que la cultura occidental es más libre y próspera gracias al cristianismo y los valores que de él se desprenden. Olvidan (estoy segura de que es un despiste) que fue el humanismo (y no la superstición institucionalizada) el que liberó a Occidente de sus propios monstruos —la inquisición, la caza de brujas, la tortura, la violencia colonialista, el absolutismo y un largo etcétera—. Se podrá argumentar que tanto el cristianismo como el judaísmo adoptaron institucionalmente al humanismo (algo que aún no ha hecho el islam) y eso es afortunadamente cierto, pero este tardío manotazo de ahogado fue consecuencia (y no causa) de las insistencias de los distintos pensadores de la Ilustración (el gesto bien podría reducirse a la esencia misma del gatopardismo: cambiar todo para que nada cambie).
Amenazados por el imparable avance hacia lo desconocido, los pesimistas añoran, reclaman y aplauden al líder fuerte, arrogante y derrochador de masculinidad (a propósito, y sepa disculpar desde ya el lector el repentino cambio de tono, pero estoy firmemente convencida de que los hombres que admiran a esos líderes ególatras, “mano dura” y populistas tienen una enorme necesidad de compensación —de carácter y no solamente, ¿se entiende?—). Idealizan un tiempo pasado (que jamás ha sido mejor) y desestiman todo lo que ose proponer más libertad y progreso social. “El otro —lamentan— está aquí para tomar lo mío, para destruir lo que yo he hecho”.
El miedo es comprensible: estamos sobre una roca que gira alrededor de una estrella promedio que se desplaza rumbo a la nada. La vida no tiene sentido predestinado y va a ser más o menos lo que nosotros hagamos de ella. No hay más allá. Nuestros muertos no nos miran desde una nube. La desolación ante esta realidad es infinita. El instinto de aferrarse a lo conocido (llámese fé o tradición) es inteligible, pero no justificable: el límite es el otro y su libertad. Y hoy todos somos indiscutiblemente más libres.
La única razón por la que “antes” parece mejor es porque “antes” no había tanta información. Hoy conocemos de forma casi simultánea los males que aquejan al mundo; hace apenas 50 años debíamos esperar días —y en ocasiones, hasta semanas— para leer lo que uno o dos periodistas escribían sobre desastres o calamidades puntuales (lo que me recuerda a la torpeza de decir “hoy hay más enfermedades” sin jamás reparar en el hecho de que simplemente hemos refinado la detección y el diagnóstico de afecciones y trastornos). Hay quienes, con su pesimismo y desconfianza en la razón y el progreso, pretenden arrastrarnos a ese “antes” en el que no todas las vidas valían lo mismo, en el que el misticismo era preferible a la ciencia, en el que el fanatismo religioso era preferible a la búsqueda del conocimiento en absoluta laicidad, en el que el autoritarismo era preferible a la democracia liberal.
Hay quienes en el homosexual, en la mujer independiente o en el inmigrante, por citar apenas algunos casos, no ven a un ser humano, sino a una amenaza a la tradición; hay quienes felizmente colgarían cruces en todas las escuelas y cortes; hay quienes sin timidez borrarían la evolución de los programas educativos …y todo eso sin percatarse jamás de su perfidia, de la condena inenarrable que significa no poner al ser humano como centro y sentido de la existencia.
Alejarse del humanismo, entonces, es un suicidio colectivo, una barbarie, una regresión, pues constituye el abandono voluntario del bien preciado que nos llevó a la luna, que erradicó la viruela o puso celulares en nuestros bolsillos. A fin de cuentas, el conservadurismo es a la libertad lo que la astrología es a la astronomía, ya que toda causa humanista deriva en más libertad. La historia es testigo incorruptible y objetivo de ello.