¿Recuerda el lector el viaje de Hugo Chávez a Cuba en diciembre de 1994? Había sido liberado en marzo, tras el indulto de Caldera, luego de dos años en prisión por el golpe de estado de 1992. En aquella oportunidad, el comandante fue recibido por Fidel Castro con los honores propios de un mandatario. El golpista fue vitoreado por la élite castrista, que promovía y celebraba la “revolución” y el sangriento atentado a la democracia perpetuado dos años más temprano que dejara cientos de muertos (*) y miles de heridos.
Hugo Chávez y el delirio populista que se instauró luego en Venezuela no nacieron aquella tarde en La Habana, pero sí dieron fuertes indicios de sus fatales pretensiones. “En sueños a Cuba vinimos infinidad de veces los soldados bolivarianos del Ejército venezolano, que desde hace años decidimos entregarle la vida a un proyecto revolucionario, a un proyecto transformador” afirmó Chávez, evidenciando sus dotes para los extensísimos discursos acaramelados que lo harían compartir podio con su anfitrión, camarada y mentor, Fidel Castro.
“Nos sentimos de todos los tiempos y de todos los lugares, y andamos como el viento tras esa semilla que aquí cayó un día, y aquí en terreno fértil retoñó y se levanta, como lo que siempre hemos dicho, y no lo digo aquí en Cuba porque esté en Cuba, y porque como dicen en mi tierra, en el llano venezolano, me sienta ‘guapo y apoyao’, sino que lo decíamos en el mismo Ejército venezolano antes de ser soldados insurrectos, lo decíamos en los salones en las escuelas militares de Venezuela: Cuba es un bastión de la dignidad latinoamericana y como tal hay que verla y como tal hay que seguirla y como tal hay que alimentarla”, sostuvo Chávez, con una firmeza oscura y profética. En este mismo discurso, cruelmente ignorado por muchos de sus compatriotas, Chávez aseguró tener un “proyecto estratégico de largo plazo, en el cual los cubanos tienen y tendrían mucho que aportar, mucho con discutir con nosotros, es un proyecto de un horizonte de 20 a 40 años, un modelo económico soberano, no queremos seguir siendo una economía colonial, un modelo económico complementario”.
No son pocas, imagino, las noches en las que el venezolano de a pie se debe preguntar qué tan diferente habría sido la historia si estas palabras edulcoradas no hubiesen pasado desapercibidas. Las luces rojas de una nación próspera (con problemas serios, sí, pero próspera) deberían haberse encendido aquel día. No fue así.
Chávez no nació en aquella visita a La Habana, no. Después de todo, hablamos de un golpista que ya tenía sangre en sus manos. Pero de alguna manera, Chávez se convirtió, en el transcurso de esas 48 horas en Cuba, en el hijo pródigo del régimen castrista, el que había aprendido el libreto, las poses; el que más suyos hacía el carisma de caudillo, el tono de voz.
Chávez se valió de la retórica socialista que ya todos conocemos para llegar al poder, y no sin ayuda de algún local. El expresidente Rafael Caldera, el mismo que, irresponsablemente, condonó a Chávez, declaró con asboluta liviandad que “no se le puede pedir al pueblo que defienda la democracia cuando tiene hambre”. No todos los empujones hacia Miraflores vinieron de Cuba.
Al igual que muchos regímenes autoritarios, el chavismo usó a la democracia para ejecutar sus macabros planes. ¿Cómo podemos afirmar, entonces, que es un movimiento de naturaleza dictatorial? Todo el proyecto chavista (ese “de largo plazo” al que hizo referencia en La Habana) iba (y va) en contra de los valores democráticos. Los ribetes militaristas, el golpe de 1992, el padrinazgo de los Castro y las palabras de Caldera, minimizando la esencialidad de la democracia, son evidencias tempranas de ello.
Luego vinieron, claro, los grandes enunciados dictatoriales. Desde aquel “socialismo o muerte” al “más fácil será que un burro pase por el ojo de una aguja a que esta oposición gane las elecciones”, Chávez nunca escondió – no realmente – lo que era. La expulsión antojadiza del embajador de Estados Unidos (“váyanse al carajo, yankees de mi*rda”) en 2008 y los berrinches y atropellos que caracterizaron la totalidad de su presidencia (recordemos el “usted me está diciendo que este banco no está en venta, pero yo se lo puedo expropiar ya, inmediatamente” al presidente de la filial venezolana del BBVA en 2011) develaban al verdadero Chávez, ávido de poder y sin escrúpulos.
Quizás el hecho más elocuente de esta “democracia de papel” que construyó Chávez es que, a diferencia de un mandatario legítimo, tuvo un heredero, no un sucesor. La idea de Nicolás Maduro como líder del régimen nace – ¡también! – en La Habana. Y aquí no hay muchas formas de describir lo que sucedió, por elegante que se pretenda ser: Fidel Castro pidió a un muy debilitado Chávez que señalase al más idiota de sus seguidores (después de todo, Cuba necesita tanto petróleo como cualquier otro país) y Maduro fue el ganador. Es así que este zafio personaje llega a la vicepresidencia en 2012 (octavo vicepresidente de Chávez) un año antes de la muerte del golpista.
Sí, es cierto, pocas veces el destino de tanta gente estuvo en manos de alguien tan estólido y babieca, y aun así, Maduro es Chávez, aunque el último fuese más inteligente que el primero, infinitamente más leído y peligrosamente más carismático.
La historia de amor entre Cuba y Venezuela no comenzó, como sostienen los distraídos, con la llegada de Maduro. Comenzó en esa visita de 1994, por más que Chávez hiciera superficiales críticas al régimen cubano en televisión. La dictadura que hoy doblega a los venezolanos no comenzó el pasado 10 de enero, cuando Maduro entró en la ilegitimidad absoluta: comenzó en 1992, con el golpe de estado.
Los venezolanos -y este es un pecado que todos los pueblos comparten – cometieron el error de creer que Cuba era irreproducible, que los horrores de la isla no sabían nadar. Hoy, azotados por el hambre, la tortura y el exilio, nos recuerdan que pocas cosas se dan tan por sentado como la libertad.
(*) Las cifras oficiales del golpe de estado de 1992 aún están en disputa, oscilando entre 32 y 300 víctimas fatales.