Nunca tuvimos tanto acceso a la información. A un click de distancia, a un antojadizo movimiento controlado (asumido, naturalizado) de nuestro dedo índice, podemos encontrar hondos (o superficiales) análisis de las realidades más complejas, columnas de opinión, periodismo de investigación, páginas de divulgación científica, tutoriales, bibliotecas enteras o incluso cursos en línea de las universidades más prestigiosas. Nunca estuvimos, no obstante, tan expuestos a la desinformación.
Viví la campaña (y posterior victoria) de Jair Bolsonaro en Europa. Resultaba llamativo ver cómo los medios tradicionalmente cercanos a la izquierda y aquellos simpatizantes de la derecha usaban los mismos adjetivos (y casi en el mismo orden) para referirse al hoy presidente de Brasil.
Bolsonaro, se podría argumentar, es objetivamente polémico. Algo similar sucede con Donald Trump, que también sobrevivió (al menos desde un punto de vista político) a un bloque mediático que operó sistemáticamente en su contra.
A título personal, no elegiría ni al brasileño ni al norteamericano para integrar mi círculo más íntimo. Subrayo, sin embargo, dos cosas. Una, que en términos de política interna, ambos gobernantes están haciendo un buen trabajo. Estados Unidos presenta los niveles de desempleo más bajos de su historia reciente. Por su parte, Bolsonaro colocó a Brasil en la cima de los mercados emergentes y es hoy un favorito de Wall Street. Pero sobre todo – y he aquí lo realmente relevante – yo le advertí al lector hace cuatro oraciones que hablo a título personal.
La homogeneidad ideológica de la prensa internacional (los grandes medios que representan eso comúnmente denominado “corriente principal” o “mainstream”, en inglés) es una amenaza para el periodismo y, en última instancia, para la libertad. Este machaque continuo, este sesgo malicioso no hace más que entorpecer cualquier intento de reflejar y transmitir la verdad (que es, dicho sea de paso, el único objetivo de los medios).
En la época de las redes sociales, en la que la información llega al público a una velocidad que era inimaginable hace solo una década, la prensa no ha encontrado aún su rol, no lo ha logrado reformatear. Incontables medios, ante la imposibilidad de dar las noticias de última hora, han optado por decirle a la gente qué pensar al respecto. La prédica le ganó la pulseada a la información.
Es así que los artículos 233 y 333 de la Constitución venezolana fueron rara vez citados en los periódicos suizos, pero lo que sí se reprodujo hasta el hartazgo es el adjetivo “autoproclamado”. El señor Müller, por lo tanto, habla de “golpe de estado” y delirios de ese talante. Cuando todos los medios utilizan una y otra vez el mismo vocablo, el señor Müller termina por convencerse. “No todos pueden estar equivocados”, conjetura.
La cuestión es, entonces, intentar deshilvanar por qué los distintos medios de prensa actúan de forma tan homogénea. Hay quienes, mientras se colocan sombreros de aluminio, señalan a los Illuminati o a los masones (por no nombrar a las hordas antisemitas que hacen bullying a su propio intelecto). La explicación es, no obstante, bastante más sencilla y vergonzosa. Los medios de prensa obran en bloque porque los individuos detrás de las noticias han perdido su capacidad crítica.
Esto no afecta, por supuesto, solamente a los periodistas. Hay una generación entera, hija del victimismo y la sensibilidad exacerbada, que tiró por la ventana toda apelación a la razón. No es casualidad que el creciente movimiento anti-vacunas haya sido nombrado, en pleno siglo XXI, una de las amenazas más importantes para la humanidad por la Organización Mundial de la Salud.
Hoy los medios nos incitan a sentir, de preferencia miedo u ofensa. Y esta profusión de emociones deriva en la desinformación o el sesgo.
Un ejemplo de ello es la actual relación Estados Unidos – Venezuela. Como los medios masivos se encargaron de alimentar un profundo rechazo hacia Trump (que, convengamos, no es la tarea más ardua con la que uno se va a topar en la vida), por extensión, hay quienes se oponen a Guaidó, simplemente porque este último aceptó el apoyo y ayuda humanitaria del primero. Hay personas que preferirían dejar a miles de venezolanos morir por falta de medicamentos y alimentos a darle, en este particular y delicado contexto, la diestra a Trump. Todo esto, por supuesto, camuflado en discursos de “neutralidad” o no violencia. Este fenómeno se vuelve incluso más irónico cuando estos mismos “pacifistas” de hoy defienden con uñas y dientes, o al menos justifican, las acciones de los bolcheviques o del Che Guevara.
El fanatismo es una de las tantas consecuencias nefastas de la ignorancia. En contraste, el buen periodismo ha estado siempre del lado de la democracia y de la libertad, lejos de los jacobinos y del statu quo de turno (que hoy, a no confundirse, es el victimismo).
Resistir la homogeneidad ideológica depende, una vez más, de usted, lector. Es únicamente mediante (mucha) lectura que podremos no solo recuperar la capacidad crítica perdida sino además formar una nueva generación de periodistas y analistas que no sientan la necesidad de plasmar sus emociones cada vez que cierran un párrafo. Cuestione. Si no está de acuerdo con lo que afirma un artículo de The New York Times, por mencionar un medio masivo de peso, no crea que no está en condiciones de refutarlo solo porque usted no tiene las mismas credenciales académicas que el autor. No caiga en la falacia de autoridad. Recuerde: nunca tuvimos tanto acceso a la información. Lo demás, son modas (a evitar).