Que la no injerencia. Que Guaidó es un títere de Trump. Que todo es una confabulación de la derecha. Que la oposición no se presentó a las elecciones del pasado mayo. Que si fuera dictadura, ya habrían matado a Guaidó. Que a Estados Unidos solo le importa el petróleo de Venezuela. Que Bolsonaro es peor.
¡Qué difícil ser hoy de izquierdas! Lo digo sin ironías. ¡Menuda tarea, penosa, griega, dantesca, la de levantarse todos los días e inventarse una excusa para defender a un dictador! ¡Qué empresa maquiavélica aquella de retorcer argumentos, bordear la razón, ignorar el dolor inenarrable de los venezolanos! ¿Cómo puede hacer uno todo esto a diario y jurar a pies juntillas que se es decente, que el sufrimiento del otro importa, que las etiquetas políticas o ideológicas no pesan más que la vida y que los derechos fundamentales del otro? Y todo esto – ¡claro! – escondido en un emotivo discurso elocuente sobre la soberanía de los pueblos, la tolerancia, el orgullo latinoamericano y todos esos párrafos memorizados de panfletos de otrora.
No debe ser fácil. Quizás baste con ser muy ingenuo o moralmente distraído. Tal vez esta defensa ciega sea el resultado de décadas de adoctrinamiento, voluntario o no. Este sesgo (literalmente) mortal no se diferencia del lavado de cerebro que ofrecen algunas religiones o sectas. Pero, del mismo modo que la evolución es un hecho (guste o no), Nicolás Maduro es un dictador peligroso.
“Todo dictador es peligroso”, sostendrá el lector, y estoy absolutamente de acuerdo. Nicolás Maduro, no obstante, es particularmente nocivo; entre otras razones, porque no es intelectualmente brillante. Pocas combinaciones son más amenazantes que la ligereza de razón y el poder. Maduro hambrea como hambreó Chávez, y va más lejos. Maduro reprime como reprimió Chávez, y va más lejos. Maduro corrompe como corrompió Chávez, y va más lejos.
No es un accidente de la historia que Nicolás Maduro haya sido elegido en Cuba como sucesor “al trono” por un Hugo Chávez moribundo. La insoportable liviandad moral del socialismo obnubila quizás la memoria y no permita recordar este hecho de relevancia extrema. Si hay títeres en este presente de hambre, represión y muerte, no es el joven presidente interino de Venezuela: es Nicolás Maduro. Los titiriteros corroen al continente desde 1959, también hambreando a los suyos mientras toman un mojito en “La Bodeguita del Medio”.
Maduro es peligroso porque al igual que Stalin, al igual que Mao y al igual que sus titiriteros, se escuda en esa entelequia que es “la justicia social”. Habla de los trabajadores y de los pobres; y sobre todo, repite el mismo término que autoerotiza a los comunistas del mundo entero: pueblo. Porque sí, seguramente alguien que dice “pueblo” en reiteradas ocasionas es un altruista, un mesías del manejo de fondos públicos y de la “redistribución”. Maduro no es tan malo como Chávez, no. Quiso el destino (forjado en la isla) que Maduro fuera cien, mil veces peor – incluso cuando esto parecía impensable.
Soy muy consciente de que hay individuos de izquierda que desprecian el régimen de Maduro. Ellos, no obstante, no son menos cómplices. Por un lado, rara vez alzan su voz. No lo quieren, pero “es de los suyos”. La disciplina partidaria vale más que el dolor de cualquier madre venezolana que esta noche, como la noche de ayer, irá a la cama con el vientre vacío porque dio a sus hijos las pocas arepas de las que se pudo hacer. Otra razón por la cual los simpatizantes de izquierdas que se alejan de Maduro son igualmente cómplices, es que tienen el descaro de decir que el que falló fue Maduro, no el socialismo. Hablan así, con insoportable liviandad, como si no hubiesen existido Stalins, ni Maos, ni Ceaușescus. Hablan así, con insoportable liviandad, y citan los exitosos casos de los países nórdicos que, de saber un mínimo indispensable de economía y geopolítica, sabrían que no son socialistas y que en ellos, las libertades individuales (al igual que la inviolabilidad de la propiedad privada y el derecho a lucrar con ella) están garantizadas.
Toda nación es soberana y toda invasión debe ser repudiada. Venezuela está invadida, intervenida, ultrajada. Por Cuba. Por Rusia. Por grupos terroristas. Por narcotraficantes. Si la oposición no se presentó a elecciones en mayo de 2018, fue porque entendió que en una autocracia en la que se creó un Tribunal de Justicia hecho a medida, una milicia del pensamiento y una propia “asamblea consituyente”, la mera participación era prestarse a un circo internacional de predecible final. Si a Guaidó no lo han matado es porque es ya demasiado notorio, y ahí sí que Maduro cae en dos segundos. Estados Unidos, por su parte, puede que se interese en el petróleo venezolano, pero no menos que los cubanos, los chinos o los turcos. Y si a usted, simpatizante de izquierda, no le caen bien ni Trump ni Bolsonaro, recuerde que ambos mandatarios cuentan con un sólido respaldo popular plasmado en coherencia con los sistemas electorales de los respectivos países que presiden y que, en el peor de los casos, ninguno de los dos andará en la vuelta en seis años. El chavismo hace dos décadas que hunde a Venezuela en la desesperación y el más inefable de los horrores. Usted, incluso en su insoportable liviandad, no puede comparar. Y mucho menos, justificar.