Mucho es lo que se ha escrito acerca de los Gilets Jaunes (“Chalecos Amarillos”), hoy tan tristemente célebres alrededor del globo. Tanto se ha escrito que apenas se ha tenido tiempo, en plena demanda de inmediatez, para reflexionar sobre la identidad y naturaleza de los manifestantes ¿Son un movimiento? ¿Tienen un portavoz o líder? O lo que es incluso más importante ¿tienen un plan?
Los Gilets Jaunes, como se conoce a los ciudadanos franceses que se manifiestan por el impuesto a los carburantes – medida ya abortada por Emmanuel Macron – son en su mayoría blancos empobrecidos antisistema, con un fuerte desprecio a Europa y de preocupante tinte xenófobo que rechazan el libre mercado y ponderan el proteccionismo y el retroceso tecnológico.
Su primera movilización fue el 17 de noviembre, y congregó a casi 200.000 personas a nivel nacional – es decir, en un país de 67 millones de habitantes, el 0,29 % de la población. Ya en esa primera instancia, además de 400 heridos, hubo un accidente letal: una madre que llevaba a su hijo al médico perdió el control de su vehículo al ser bloqueada por los “chalecos amarillos” y atropelló a una manifestante.
Es tentador creer que los “Gilets Jaunes” son ciudadanos expresando un mero descontento ante una suba de impuestos, pero el fenómeno es más profundo y complejo de lo que pueda aparentar ser a primera vista. Los manifestantes son simpatizantes de la extrema derecha (representada por Marine Le Pen y Nicolas Dupont- Aignan) y la extrema izquierda (de la mano de Jean-Luc Mélenchon), lo que lo convierte en un grupo de identidad política inédita al que le cuesta ponerse de acuerdo en sus bases.
A principios de diciembre el movimiento sufrió incidentes internos porque algunos de sus miembros estaban listos a negociar con el Ejecutivo mientras otros destrozaban Champs Elysées, rechazando toda reunión con el gobierno. En este marco, más de un “chaleco amarillo” expresó temor de cara a múltiples amenazas de muerte… provenientes de otros chalecos amarillos.
Los paralelismos con los eventos que cambiaron la historia mundial en 1789 son inevitables. No obstante, mientras que parte del público ve en ello algo loable digno de ser reproducido más allá del territorio francés, cualquier estudio medianamente exhaustivo de la Revolución Francesa nos alerta sobre las posibles consecuencias nefastas que la ola amarilla podría traer consigo.
Resulta fácil (e intelectualmente reconfortante) recordar la Declaración de los Derechos del Hombre y convenientemente enterrar en el olvido el período conocido como “El Terror”, cuando los revolucionarios se sumergieron en la paranoia, la persecución, las decapitaciones sistemáticas y el genocidio.
La historia nos lo dice claramente: las revoluciones violentas nos llevan inequívocamente hacia la instalación de un gobierno autoritario. En 1789, el pueblo francés, hambriento y desesperado, captura y guillotina al rey. En 1792, Robespierre, habiendo ya instaurado su culto al “Ser Supremo”, comienza los arrestos y ejecuciones en masa. En 1804, un emperador es coronado en Notre Dame.
Los chalecos amarillos “moderados” sostienen que las medidas anunciadas por Macron el 10 de diciembre son suficientes para frenar el movimiento. En otras palabras, los que aún protestan, quieren la cabeza del presidente: su objetivo es el caos, la violencia por la violencia… y el terror.