Jair Bolsonaro está bajo escrutinio internacional. Fiel a su estilo polémico, el presidente electo anunció el pasado jueves que, una vez que asuma, ordenará la transferencia de la embajada brasileña a Jerusalén, capital histórica de Israel, siguiendo los pasos de Estados Unidos, Guatemala y Paraguay – aunque este último ha reculado en su decisión.
Su iniciativa trascendió fronteras. El Primer Ministro Israelí Benjamín Netanyahu manifestó su algarabía en Twitter, felicitando a Bolsonaro por su intención de “dar un paso histórico, justo y emocionante”.
No obstante, ésta no sería la única declaración que sacudiría la opinión pública internacional. Sergio Moro, el juez federal detrás de la investigación “Lava Jato”, que llevaría a la cárcel a numerosos representantes políticos de distintos partidos brasileños (entre los que se destaca el expresidente Lula Da Silva), así como a poderosos empresarios, aceptó el cargo de ministro de Justicia y Seguridad Pública, en un clima de suspicacia y perplejidad.
¿Qué interpretar de esta jugada por demás arriesgada? No faltan los “conspiranoicos” que acusan a Moro no solo de haber sido funcional a los planes de Bolsonaro, sino de haber complotado con el hoy presidente electo la encarcelación de las figuras más relevantes del PT.
Sin embargo, hace apenas un año, Bolsonaro era un candidato ignorado por los medios masivos – y desconocido para muchos de sus paisanos. Sin grandes sumas de dinero, el presidente electo confió buena parte de su campaña a la dinámica de las redes sociales. Es descabellado suponer que se escondía un entramado tan minuciosamente elaborado que haría caer a todo el oficialismo.
Otro error es asumir que el expresidente Lula Da Silva (para muchos, el indiscutido vencedor de las elecciones del pasado octubre) fue encarcelado por la sola voluntad de Sergio Moro. La Justicia no funciona así, ni en Brasil ni en ninguna otra parte del mundo. Moro abrió y condujo una investigación – enhorabuena – que lo cruzaría con poderosísimos empresarios y políticos de todos los partidos. Su condena fue ratificada por otros jueces en al menos dos ocasiones. Cualquier persona que crea en combatir la corrupción – caballo de batalla de la izquierda en la década de los 90 – aplaudiría de pie a Moro – que, vale aclarar, tampoco era un juez de renombre.
La elección de Bolsonaro es estratégica y loable. Desde el punto de vista del futuro gobierno, Moro suma. Ahora bien, el “sí” del juez trae consigo un alto costo – no para Bolsonaro, no para Brasil, sino para él mismo. Quienes han insistido en que la condena a Lula es una maniobra política, creerán estar enfrentándose a las evidencias.
La corrupción es un problema moral, nuestra postura al respecto no puede cambiar según la bandera política que cuelgue de nuestros balcones. O se la apaña (y alimenta) o se la investiga y condena. Moro ha dejado en claro, a la largo de su carrera, de qué lado está. Por ahora, cualquier intento de desacreditación es señal de fanatismo e infantilismo intelectual.