El término “indignación” aparece hoy en todas partes. Allá donde se mire, debajo de toda piedra, habrá un grupo de indignados reivindicando todo tipo de causas, desde las más justas a las más disparatadas. Es fácil aferrarse a una cruzada y venderse (incluso – o sobre todo – frente al espejo) como alguien de bien, que ostenta impolutos ideales que valen más que aquellos del resto; como alguien que no será alcanzado por la “mugre moral” que ahoga la modernidad.
Y entre tanta indignación, resulta que se nos olvidó indignarnos por Venezuela. Abundan los distraídos que creen que uno “salta” con Venezuela cada vez que estos mismos despistados señalan los desatinos (o salvajadas) de Trump, Macri, Bolsonaro o el “conservador” de turno.
Sostienen que usamos la barbarie que sufren los venezolanos en manos de Nicolás Maduro para escapar de algún argumento o debate. Creen honestamente que la miseria venezolana es una excusa que uno saca del bolsillo cuando no tiene nada más que decir.
En Venezuela, aquel país una vez rico, hoy los servicios de agua potable y electricidad son altamente inestables. Hay zonas del país en las que puede haber hasta diez cortes de luz por día. Pero estos cortes hacen mucho más que entorpecer la vida en el hogar. A la escasez de alimentos, se le suma la dificultad para mantener ciertos productos que exigen refrigeración y que necesariamente entran en proceso de descomposición. La carne se pudre y se sigue consumiendo. ¿Dónde están los indignados en el resto del continente porque padres venezolanos se ven obligados a alimentar a sus familias con carne putrefacta, hedionda y llena de moscas?
En un país caribeño, con temperaturas que pueden alcanzar los 40 grados, la falta de electricidad se traduce en caos en las morgues. Los cuerpos se acumulan (no hay dinero para los entierros) y los empleados de la morgue, sin guantes ni mascarillas (tampoco hay dinero para materiales hospitalarios básicos) hacen su trabajo de todas formas. La peste golpea la puerta a diario.
Hay muchos indignados que no encuentran la capacidad para conmiserarse con Venezuela. Hay incluso hasta un presidente que se niega a responder preguntas sobre el evidente estado de emergencia que sufre el vecino del norte, que no se explaya en su decisión de apañar a un dictador; que cree, al igual que los distraídos, que nos podemos dar el lujo de olvidarnos de Venezuela. Es mejor, afirman, disertar durante horas sobre los potenciales daños a las instituciones que un candidato a la presidencia, en caso de ganar, podría representar.
Su falta de empatía no es la nuestra. Y no debería ser la de nadie, sobre todo en la izquierda, otrora indignada nodriza. El pueblo venezolano no merece que le demos golpecitos en la espalda a su asesino en nombre de la ideología. Amigos son los amigos hasta que persiguen, torturan y hambrean.
Es hora de que Venezuela cause indignación en la izquierda, que aún no distingue simpatía de complicidad. Si la capacidad de indignación es selectiva, no nos quedará más que concluir que no es honesta.