Algún distraído podría creer que definir y separar conceptualmente liberales de reaccionarios es un detalle menor. Argumentarán que no importa, que reparar en pormenores es sinónimo de “hacerle el juego a la izquierda”, que la prioridad hoy es evitar que gobiernos que promuevan o simpaticen con las teorías marxistas o socialistas se hagan o continúen en el poder.
No obstante, nada nos es tan urgente. Liberales y reaccionarios coinciden en uno o dos temas de notoriedad, pero sus posturas difieren mucho en aspectos tan fundamentales que “dejarla pasar” sería un acto imperdonable.
La primera discrepancia es que el liberalismo es una doctrina de filosofía política, moral y económica que se apoya en la libertad y en el reconocimiento del individuo. Sostiene, además, que cada ser humano nace con derechos fundamentales que ningún poder (ni persona) puede vulnerar.
El reaccionario, por su parte, no se construye sobre ideología alguna; simplemente (como su nombre lo indica) reacciona. Mientras el liberal prioriza el proceso intelectual que fundamente su accionar (y está listo, de ser necesario, para cambiar su punto de vista) el reaccionario obedece a sus emociones; si está enojado con la izquierda, ese enojo será tal que lo llevará a extremos: aplaudirá a Marine Le Pen, a Donald Trump y a Jair Bolsonaro.
El liberal, muy particularmente en el siglo XXI, es internacionalista. Hay desafíos indiscutibles a confrontar y solucionar en tanto planeta. Estamos conectados y dependemos el uno del otro.
El reaccionario es, en la mayoría de las ocasiones, nacionalista – lo sepa o no, lo admita o no. El reaccionario cree en el proteccionismo, algo que el liberal rechaza de manera contundente. El comercio, aduce el liberalismo, no solo beneficia las economías sino que es una importante y bienvenida herramienta para la paz.
Incontables liberales han pagado con su vida la instauración y posterior defensa de un Estado laico que no imponga dogmas morales a sus ciudadanos, que pondere y resguarde la libertad de credo. El reaccionario, casi sin excepciones, favorece visiones exclusivamente cristianas de la sexualidad, familia e identidad, a menudos con tintes homofóbicos y xenofóbicos.
Una diferencia primordial entre liberales y reaccionarios es el rol y peso del Estado. Ambas partes aseguran abogar por un estado mínimo (propuesta que proviene desde Adam Smith) aunque los reaccionarios son propensos a contradecirse en este punto. Ante cualquier acto criminal, el reaccionario exigirá endurecer penas, demandará más efectivos policiales y reivindicará incluso la pena de muerte. En otras palabras, basta un infortunio para que el reaccionario ruegue por un Estado más fuerte y poderoso.
¿Por qué la especificación es tan importante? Porque el reaccionario nace del desencanto, es hijo de un contexto adverso. Su postura es coyuntural y no sesuda, no hay planes a largo plazo, no hay paradigma, no hay extensa literatura que lo respalde. Aun así, es el reaccionario el que gana elecciones y no son pocas las ocasiones en las que lo hace izando la bandera liberal. Este tipo de representación puede causar un efecto indeseado que influirá negativamente en el movimiento defensor de la libertad.
Los votantes casi nunca encuentran en el espectro político propuestas realmente variadas; los liberales solemos brillar por nuestra ausencia en las carreras electores. No sorprende a nadie entonces que el voto por descarte sea ley y terminemos optando – y aplaudiendo con aparatoso entusiasmo – a lo que consideramos el mal menor. Pero parecido no es lo mismo, sobre todo cuando las similitudes son tan escasas.