El fútbol es una fiesta, o al menos así deberíamos entenderlo. El fútbol – por mucho que le pese al intelectual en boga – es también una manifestación cultural: refleja nuestras ambiciones, nuestros valores y nuestros patrones de comportamiento y pensamiento.
No hay, no obstante, nada nuevo bajo el sol. Como bien explicó el cosmólogo, astrofísico y comunicador estadounidense Carl Sagan en su libro “Los Dragones del Edén” (que le valiera un Pulitzer) la euforia que nos despiertan los deportes en equipo tiene su explicación en la antropología. Sagan revela que este tipo de dinámicas sustituyó la caza en grupos, de cuyo éxito dependía nuestra supervivencia.
Quizás sea por ello que nuestra naturaleza se vea tan fielmente reflejada durante torneos de la magnitud del Mundial de fútbol, cuya más reciente entrega terminó el domingo 15 de julio, dejando a Francia como campeón del mundo por segunda vez.
Fue precisamente el equipo galo el que acaparó todas las miradas – y absurdas críticas – durante el campeonato que tuviera lugar, en esta ocasión, en Rusia. La diversidad racial de los flamantes campeones fue utilizada, por muchos obtusos, para quitar validez a una victoria prolija y merecida por lo que claramente fue un equipo superior. En redes sociales, la referencia a la “selección africana” fue abrumadora, dejando al desnudo las viles inclinaciones de un sinnúmero de usuarios.
El dictador Nicolás Maduro fue uno de los tantos en expresarse en este sentido, manifestando que “en verdad fue África quien ganó la Copa”, en una demostración de monumental ignorancia como a las que Maduro ya nos tiene acostumbrados. Maduro, quizás simplemente ofendido con Emmanuel Macron por tildarlo de dictador y por no reconocer sus “elecciones” , pareciera no saber que solo dos de los jugadores franceses no nacieron en Francia – y fueron naturalizados galos a muy corta edad.
Maduro, un déspota que hambrea a su pueblo, pretende dar clases de civismo a Francia, el país que reintrodujo la república y aplastó a sus tiranos. La ironía se cuenta sola.
No faltaron quienes usaron a la selección francesa para exponer tediosos discursos antiimperialistas, subrayando los vicios del colonialismo y la explotación, y volviendo al viejo hábito populista de machacar una y otra vez sobre los recortes del pasado que les son convenientes.
El racismo, sin embargo, no fue el único en quedar al descubierto durante el Mundial. El nacionalismo estuvo en la piel de millones de fanáticos, cada uno convencido de que su tribu es superior a la del vecino. No quisiera entrar en controversias tontas: amo el fútbol y desearía que Uruguay se hubiese desempeñado mejor y así llegar más lejos – y no estancarnos en el conformismo del quinto puesto o “el mejor latino”, todas excusas para no aspirar a más – pero el colectivismo me resultará siempre despreciable, venga de quien venga y en el formato que se presente.
Antoine Griezmann es un futbolista francés que, por distintos motivos, desarrolló un auténtico afecto por Uruguay. Toma mate y “sheshea”. Es socio de Peñarol. Se cuelga la bandera de Uruguay sobre los hombros. Sin embargo, Luis Suárez – atacante oriental – sostuvo en conferencia de prensa que Griezmann puede “hablar como uruguayo, pero nunca sabrá lo que es serlo”, como si haber nacido en este país costero entre Argentina y Brasil significase tener el monopolio del sacrificio y de la “garra”.
En lo que no es más que un despliegue de celos propios de una quinceañera, Suárez se abanderó con la “causa nacionalista” uruguaya a través de declaraciones potencialmente xenófobas. Buena parte de los uruguayos, tristemente, se rindió ante las afirmaciones de Suárez, que recibieron calurosos aplausos. El regocijo de creerse especiales, diferentes, colmó los corazones celestes.
Queda claro que cada país participante tuvo su “episodio Suárez”, pero esto no es un atenuante: es prueba irrefutable de lo sencillo que es iniciar y alimentar el desprecio al otro. Del desprecio al odio, hay dos discursos más.
Hay que tener sumo cuidado con este tipo de manifestaciones racistas y nacionalistas. Si algo dejó en evidencia el Mundial, es que todos podemos convertirnos, fácil y rápidamente, en el monstruo que aseguramos repudiar.