Pablo Iglesias (“líder supremo” de Podemos, el partido de izquierda español en boga) ha tenido una tendencia histórica a tergiversar observaciones y argumentos. Cuando Iglesias irrumpió en el escenario público, actuaba como si el único problema que tenían sus detractores era no soportar ver a un representante político sin traje y con coleta, cuando lo que en realidad hacía (y hace) ruido son sus propuestas e ideología.
Iglesias y sus seguidores continúan una modalidad muy usada en debates, que no es más que una falacia argumentativa, y es tomar la opinión de un puñado de voces opositoras (no hay dudas de que quizás sí haya veinte, treinta personas a las que le moleste la apariencia de Iglesias y sean muy activos en redes sociales) y extenderla a todo un grupo, esta vez extenso, con ánimos de quitar validez a sus objeciones.
Ahora bien, reconocimos que hay un grupo ultraconservador que se puede ver agobiado por un cuarentón de pelo largo, esto es (tristemente) innegable. Pero Iglesias (y su séquito, que es tan o más importante) comete un error incluso mayor: y es el de creer que su look desestructurado representa una serie de valores (libertad, rebeldía, honestidad, humildad, renovación), y que, quien no lo apruebe ni lo imite, carece de esos valores.
Algo similar sucedió con el expresidente uruguayo José Mujica (me tomo la libertad aquí de hablar en pasado porque muchos se han despertado de esta farsa romantizada) cuando se lo creyó fuente de todo lo bueno y próspero por vivir en una chacra y llevar la misma camisa todos los días.
De ambos casos (y tantos otros dando vueltas por el mundo) se desprenden varias observaciones. La primera, la continua demonización del traje y de la corbata, como si tuvieran algún valor en sí. Llevar traje (o no) no dice mucho de un individuo. En pleno siglo XXI, y a fuerza de muchos desengaños, ya sabemos que el hábito no hace al monje.
Intuimos también que, en lo que respecta a ciudadanos electos por sus pares a efectos de ser representados políticamente, eso de “me visto como quiero” no suena a rebeldía, sino a “me disfrazo de persona normal”. Iglesias y Mujica, en su intento de engatusarnos, terminan insultando nuestra inteligencia.
La segunda observación es la mezcla (y posterior manipulación) de conceptos. En el mundo de Iglesias (y en el de Mujica, y en el de Mélenchon) ser pobre (o al menos, verse pobre) es sinónimo de ser honesto. Es decir que, en esta línea de acción, los bienes de una persona (o ausencia de ellos) sí moldean la moral de un individuo.
En su intento de huir de la superficialidad, Iglesias (Mujica y Mélenchon) terminan siendo patéticamente superficiales.
Pablo Iglesias adquirió, a 40 kilómetros de Madrid, un chalet de lujo que ronda los 615.000 euros (nada mal para un exprofesor universitario con un sueldo que apenas rozaba los 900 euros). Se hará del mismo pagando mensualidades de 1600 euros a efectos de devolver los 540.000 del préstamo bancario.
Cuando la noticia se hizo pública la semana pasada, sus fieles seguidores argumentaron que el secretario general de Podemos tiene derecho a llevar una buena vida, que a fin de cuentas es lo que todos anhelamos – lo cual es cierto.
Lo que Iglesias y sus adeptos no comprenden (o comprenden, pero otra vez desvirtúan) es que nadie critica sus posesiones en sí, irrelevantes si ha ganado su dinero honestamente. El problema es que Iglesias pudo adquirir un chalet de lujo haciendo uso de un sistema contra el cual él despotrica todo el tiempo.
Es allí que radica su hipocresía: Iglesias anda por la vida de camiseta y coleta para demostrar que no es ni pertenece a la casta política, cuando evidentemente ya se unió al club hace un buen rato. En otras palabras, lo que Iglesias ofrece con sus vestimentas y su larga cabellera es un show, un montaje; su día a día, en su nuevo hogar en un terreno de 2300 m2 con piscina y casa de huéspedes, revela su verdadera esencia y aspiraciones.
Iglesias es ahora uno de los tantos líderes de izquierda que se encierran en una burbuja de lujos totalmente alejados del “pueblo” (esa construcción indefinible a la que son devotos) al que juran representar y defender.
La izquierda española toca hoy fondo: del histórico PSOE, quedará solamente la imagen de un Zapatero cómplice del dictador Maduro – pecado que bien ha cometido Iglesias. De Podemos, queda un hombre que no se recupera del síndrome de adolescente perdido en el mayo de 1968; y que, gozando ya de poca credibilidad, hizo cuanto pudo para enterrar la dignidad de la que algunos lo creyeron poseedor.