El pasado lunes 9 de abril, el presidente francés Emmanuel Macron dio un discurso frente a una conferencia de obispos en la cual afirmó que “la república espera mucho de ustedes” (refiriéndose a la comunidad católica, no a los clérigos allí congregados en particular) e incluso llamó a los católicos a “comprometerse políticamente”.
El populismo no tardó en objetar las palabras del mandatario. Jean-Luc Mélenchon, representante de la extrema izquierda francesa (y admirador de Hugo Chávez y el modelo venezolano) acusó a Macron de haber violado la laicidad, uno de los bienes intangibles más preciados del pueblo galo, argumentando que desde 1905, la religión y el Estado están constitucionalmente separados.
Benoît Hamon, el excandidato presidencial socialista que obtuviera desastrosos resultados en las pasadas elecciones nacionales, aprovechó el desencanto de la izquierda para también vituperar al mandatario. El discurso del presidente fue “profundamente contrario a los principios fundamentales a los principios de laicidad, de los cuales él debería ser el primer garante”, sugirió.
No es difícil entender por qué la izquierda ha estado históricamente tan enojada con las distintas religiones. Por un lado, su líder espiritual, Karl Marx (dado los escasos conocimientos del autor comunista sobre economía y su profunda ignorancia sobre la naturaleza de los hombres, no es posible llamarlo de otra manera) profesaba un desprecio a las instituciones religiosas (“la religión es el opio de los pueblos”). Esta cita devenida en baratija intelectual ha sido repetida hasta el cansancio por personas que parecieran desconocer de manera rotunda la importancia que han tenido las religiones a la hora de solidificar civilizaciones enteras.
La religión institucionalizada es parte del statu quo que la izquierda tanto aborrece y tanto lucha por destruir. El buen comunista es, sin excepciones, ateo.
Al respecto, Vladimir Lenin expresó en su libro “Religión” que “el ateísmo es una parte natural e inseparable del marxismo, de la teoría y de la práctica del socialismo”.
“Las iglesias y las organizaciones religiosas de todo tipo son siempre consideradas por el marxismo como el órgano de una reacción burguesa”, agregó.
Desde entonces, la forma de entender la religión ha cambiado muy poco. Una expresión de este fenómeno es el repudio que muchos colectivos que se identifican mayoritariamente con la izquierda sienten por la religión, muy particularmente por el catolicismo.
A modo de ejemplo, vale recordar los actos de vandalismo perpetrados por “feministas” durante su marcha del 8 de marzo. Las “feministas” aún se creen víctimas de la opresión religiosa de la Edad Media, y no solo no le perdonan a la iglesia sus horrores (en efecto cometidos – y en abundancia), sino que le reprochan su simple existencia.
La izquierda (al igual que tantos otros colectivos populistas) prohibiría las religiones si tuviese el poder para ello – observando las volutas ideológicas del actual Papa, la idea resulta, además de deplorable, irónica.
La laicidad, no obstante, no pretende callar a las religiones. El objetivo real de un estado laico es (o debería ser) impedir que las religiones dicten los pilares políticos o morales sobre los cuales se construye una nación. En un país libre, los ciudadanos deben ser libres de profesar o no una religión, y en caso de que sí decidan hacerlo, también debe ser su potestad contar con un templo de congregación y adoración – siempre y cuando se auto-sustenten, claro está.
Macron no atentó contra la laicidad al invitar a la colectividad católica a participar en el diálogo político. En un país cada día más cosmopolita, es imperioso que todos los ciudadanos tengan voz y voto a la hora de construir (y reconstruir) puentes entre ellos.
Fomentar la libertad de credo es parte esencial del liberalismo. Lo contrario, es de locos. O de comunistas.