Hace pocos días, nos despertábamos con la noticia de que el carismático actor Kevin Spacey (actualmente protagonista de la serie de Netflix “House Of Cards” pero que ha encarnado asimismo papeles entrañables en el cine) habría intentado abusar de un chico de 14 años (también actor) cuando el ganador del Oscar tenía 26 años.
Esta acusación aparece en el marco de una seguidilla de denuncias de acoso que enfrenta Hollywood hoy, lideradas por el escándalo del productor Harvey Weinstein y de la que no se ha escapado ni el hasta ahora queridísimo Dustin Hoffman. Resulta doloroso – y también algo irónico – que estas megaestrellas que siempre nos dijeron cómo vivir (y a quién votar) desde ese superficial pedestal moral que otorga Hollywood, estén enfrentando hoy cargos formales por abuso, acoso y hasta violación.
El caso de Spacey, sin embargo, merece particular atención – y repudio. En sus disculpas públicas por el caso (que no fueron realmente tales, porque el aclamado actor afirma no recordar el hecho y maneja la posibilidad de haber estado ebrio), Spacey se inspiró en Frank Underwood, y tal como lo haría en la ficción, intentó desviar la atención y se declaró gay.
De hecho, muchos medios hablaron de la “salida del clóset” de Spacey y no de la acusación en sí, que lo revela no sólo como un acosador, sino también como un pedófilo.
¿Por qué es esto tan grave? ¿Es acaso tan abominable ser gay? No, en absoluto. Lo que asqueó al público internacional es que Spacey se escudó en su supuesta condición de homosexual para atenuar una acusación de implicancias muy serias.
Por otro lado, Spacey ensucia (de manera absolutamente deliberada) al colectivo homosexual, que es ya víctima de miles de formas de discriminación y prejuicio, por simple asociación. Con su declaración, tan vacía como maliciosa, Spacey condenó a todo homosexual a ser visto como un degenerado – cuando en realidad, el único degenerado aquí es el mismísimo Spacey.
Pero algo hay que reconocerle al dos veces ganador del Oscar: supo usar el discurso progresista a su favor – aclaro que uso el término “progresista”, y no “liberal”, como sería en inglés, porque no creo que nadie en Hollywood merezca un calificativo tan noble.
Kevin Spacey entendió que el progresismo llena de atenuantes a las minorías – o a lo que ellos denominan “minorías – y que, en el peor de los casos, se podrá refugiar siempre en el victimismo, en el “me hacen esto porque soy gay” y negar la gravedad de los hechos.
En Uruguay somos expertos en tener una versión local de todo. Somos chicos y no nos gusta que por ello aparentemos ser menos. No obstante, no encontramos a la versión charrúa de Kevin Spacey en el ámbito artístico, sino en el Parlamento.
La senadora Michelle Suárez (Partido Comunista) asumió como tal hace menos de un mes, el pasado 10 de octubre. Suárez es la primera mujer transgénero en recibirse de abogada y, de más está decir, la primera en llegar a ocupar un asiento en el senado – si bien lo hace como suplente.
Hasta aquí, los logros de Suárez perfectamente podrían catalogarse de hazañas y ser más que loables. Suárez podría fácilmente haber sido un motivo de orgullo para todos los uruguayos. Sin embargo, apenas asumió en su actual cargo, llovieron denuncias en su contra por su cuestionable actividad como abogada.
Según varias acusaciones, Suárez suele cobrar por asesoramientos legales que nunca llegan a resolución alguna (en muchos casos a individuos de la comunidad LGBT y a personas de muy bajos recursos para las cuales determinadas sumas de dinero rozan lo impagable). Uno de los casos se encuentra en la órbita de la Justicia Penal y de la Suprema Corte de Justicia, ya que se trataría de falsificación de documentos.
Suárez (al igual que Spacey) ha optado por minimizar la situación y sostiene que los medios conservadores simplemente “levantan” rumores de redes sociales, cuando en realidad al menos una de estas acusaciones es una denuncia formal, por la cual será conducida a declarar el próximo 16 de noviembre – se negó a hacerlo voluntariamente en anteriores ocasiones.
Si el progresismo tuviese algo de respeto real por las minorías, no las usaría de escudo; no las deshonraría con sus hábitos de dudosa moral ni intentaría sacar de ellas provecho alguno.
Queda claro (una vez más) que el progresismo explota a quienes jura proteger y que la igualdad y la inclusión son, para el “socialismo del siglo XXI”, un instrumento más hacia la defensa de intereses propios; un medio extra hacia el poder.