¿Qué es una obligación de Estado? ¿Qué no lo es? Si podemos todos acordar que un cambio de sistema es necesario, llegaremos a la conclusión que, para materializar tal propósito, es preciso reajustar nuestra postura frente al Estado mismo –y efectuar reformas que podrían pasar por radicales–.
He de suponer, asimismo, que al igual que quien suscribe, muchos son los lectores que sostienen que no es conveniente otorgar más poder a quien ya tiene demasiado poder.
“La izquierda del siglo XXI” no se diferencia en nada de las dictaduras militares (o cívico-militares) que bombardearon –muchas literalmente– el siglo XX. La izquierda llega al poder, criminaliza libertades básicas (expresión, movimiento, consumo) y anula al individuo. Ya no hay “yo”, sino un “nosotros” que, inequívocamente, lucha contra un “ellos” inventado –al respecto, recomiendo leer “Himno” de Ayn Rand–.
Sobre estas prácticas (inmorales, asesinas) hay sobrados ejemplos, entre los cuales están la Unión Soviética, China, la República Democrática Alemana, Yugoslavia, Cuba, Venezuela y Corea del Norte, estos son apenas los casos más notorios.
El populismo, sea de izquierda o derecha, nunca devuelve (como promete hacerlo) el “poder al pueblo”. Esta quimera permanece siempre como mero discurso seductor de masas, funcional a los intereses de unos pocos privilegiados.
Es muy fácil confundir Estado y Gobierno. Cuando el populismo se hace de un Gobierno (incluso a través de vías absolutamente lícitas) suele engordar al Estado, adjudicándole más y más poderes. Un Gobierno decente no precisa un Estado todopoderoso.
Las competencias del Estado son discutibles, pero hay pilares esenciales que dividen simple eficacia de totalitarismo. He aquí, de forma muy escueta, las pistas.
¿Debe el Estado decirme qué comer?
No, no debería. Si bien es un hecho irrefutable que hay alimentos más sanos que otros, y que el abuso de algunos puede ocasionar incluso la muerte, el Estado no puede obligar a su ciudadanía a llevar un estilo de vida saludable. Que un producto, servicio o actitud sean deseables, no significa que deban ser impuestos forzosamente. La libertad de consumo es una manifestación más del concepto holístico de la libertad.
¿Debe el Estado regular el precio de los alimentos?
La respuesta a esta pregunta puede generar polémica (de hecho, economistas han debatido por años sobre este punto en particular), pero no regular el precio de los alimentos podría llevar a consumidores y comerciantes a territorios más prósperos. Usted argumentará que, si los precios no estuviesen regulados, un simple baguette podría costar 10 dólares o más, y que las personas en estados más vulnerables jamás serían capaces de pagar tales sumas. Sin embargo, eso es simplificar (y no comprender) los deseos y necesidades del comerciante.
Toda persona que venda productos o servicios, todo empresario (y esto aplica para pequeñas empresas y multinacionales por igual) pretende una sola cosa: vender. Si no hay clientes (y muchos) el empresario dejaría de existir. Por supuesto que siempre habrá empresarios que desarrollen productos de alta gama (ya tenemos a Dior y a Lamborghini), pero no son ellos los que marcan nuestro día a día.
Los negociantes no solamente deberán competir en términos económicos, sino también en términos cualitativos.
El consumidor, por su parte, ganará libertades.
¿Debe el Estado regular el mercado laboral?
La existencia de un sueldo mínimo ha probado ser perniciosa. ¿Pero qué sucede con la cantidad de días laborables, e incluso horas a trabajar por días? ¿Qué parece ser más beneficioso para el ciudadano de a pie: tener al Estado como mediador o hacer contratos directos empleado-empleador a conveniencia de ambos?
Los Estados grandes han probado ser muy corruptibles, títeres de las mismas empresas que aseguran regular y combatir. ¿No suena acaso más sensato que sea usted quien administre cuánto tiempo y por cuánto dinero prestará sus servicios?
¿Debe el Estado vigilarme?
En tiempos de amenazas terroristas desde casi todos los flancos, es fácil sentirse sesgado a responder esta pregunta de manera positiva. Para el infortunio de todos, la amenaza es real. Y también es cierto que el Estado tiene la obligación de proteger a sus ciudadanos. ¿No merece esta cuestión, entonces, un sí rotundo?
No. Protección y vigilancia no son sinónimos. Tener registros de nuestros gastos a crédito o hacer seguimientos de nuestros buscadores no nos protegerá de potenciales robos a mano armada o ataques terroristas. Sacrificar libertad en pos de seguridad es un error que no podemos seguir cometiendo.
¿Debe el Estado elegir mi vestimenta?
En muchos países, el simple hecho de no usar (o usar) determinadas prendas puede ser castigado tanto social como legalmente. Las mujeres son particularmente vulnerables a estos caprichos estatales-religiosos en sitios en los que el peso de la ley se utiliza para oprimir y no para garantizar libertades.
Un país verdaderamente libre, no impone jamás un dress code –es la minimización del individuo, un humillante intento de eliminarlo–.
¿Debe el Estado regular mis compras online?
La falacia proteccionista nos ha vendido la idea de que la competencia es el enemigo del comerciante –y de toda la economía–. Pues bien, si un comerciante determinado no tiene las herramientas para ofrecer un producto de mejor calidad por el cual el consumidor esté dispuesto a pagar, quizás debería repensar su oficio.
Los ciudadanos somos consumidores, y tenemos el derecho a decidir cuánto gastar y en dónde. En Uruguay, por ejemplo, las compras online están limitadas a tres por año, obligando al ciudadano a limitarse al mercado local, que es en algunos rubros mediocre y/o excesivamente caro.
SOlo el libre mercado respeta al consumidor. Cualquier tendencia proteccionista que tomen los Estados debe ser rechazada enérgicamente.
Las ideas de libertad no gustan de forma instantánea; el miedo y la incertidumbre suelen ser más fuertes. Quienes predicamos libertad, tenemos esto muy claro. Pero todo beneficio implica un riesgo; y si algo vale ese riesgo, es el ser libre.