La Revolución Francesa (1789-1799) fue uno de los períodos clave de la historia de la humanidad que moldearía no solamente el destino de un país, sino el de un continente y el del mundo entero. Los ideales de libertad, igualdad y fraternidad se erigieron en este contexto de ebullición, cambios y, para muchos, absoluta incertidumbre.
Si bien es cierto que los derechos que hoy protegen a los individuos no conocieron su puntapié inicial con la Revolución Francesa (tal vez ese honor le corresponda a la Magna Carta, Inglaterra, 1215, que influenciara luego la Constitución de Estados Unidos), sí es innegable que esta los universalizó a través de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en agosto de 1789.
Sin embargo, la Revolución Francesa no es esencial a nuestro conocimiento solamente por sus aspectos positivos, sino por su elevado costo en vidas y, paradójicamente, en las libertades de aquellos que sí lograron vivir.
Durante el sangriento proceso revolucionario, la libertad de expresión no era pan de todos los días. La libertad de culto fue completamente erradicada del suelo francés. En este sentido, quizás el caso más notorio sea el de la Vendeé, al oeste de Francia, en el que más de 150.000 campesinos “contrarrevolucionarios” (católicos) murieron entre 1795 y 1796, producto de distintos conflictos bélicos a los que se sumaron luego simpatizantes promonárquicos con apoyo británico.
En su libro El genocidio franco-francés, el historiador Reynald Secher afirmaría que los caídos en las guerras de la Vendeé fueron víctimas de “el primer genocidio moderno” e inició una campaña para que se lo reconozca legalmente como tal.
No obstante, quizás la lección más importante que nos deja la Revolución Francesa es cómo lo que inicialmente se presenta como una idea buena o medida necesaria, puede rápidamente convertirse en un caos absoluto, en el cual solo la censura, la tiranía y la muerte germinan.
No es el objetivo de estos párrafos disminuir la innegable contribución de parte de los revolucionarios a la hora de finalmente erradicar el absolutismo y el feudalismo, sino demostrar que, como sucedería en incontables ocasiones a lo largo de nuestra historia, un extremismo fue reemplazado por otro; y cómo (irónicamente en el caso francés) la reacción le ganó la pulseada a la razón.
Las intenciones, en un principio, eran muy familiares a tantos discursos que oímos hoy: llevar el pan al pueblo galo. El Estado había aumentado tanto gastos como impuestos (de los cuales la nobleza y el clero estaban exentos) y el pan y los cereales se volvieron prácticamente impagables. Para colmo de males, una serie de malas cosechas provocaron escasez.
La campaña olía a hambre y a desesperación, mientras que Versalles permanecía en su burbuja de lujo y despilfarro.
Cuatro años después de la Toma de la Bastilla, símbolo del poder monárquico, comenzaría El Terror, con Robespierre a la cabeza, el período más sangriento de la Revolución. Alzar la voz en contra de este nuevo proceso bien podía valer un viaje a la guillotina. El miedo y la violencia se apoderaron de Francia.
Quizás la cara más desgarradora de esta etapa fue que, para el campesino común, la vida no mejoró. El hambre se erigía inamovible, cual sombra maldita y eterna de los tiempos.
El resultado de tanto horror y desconcierto fue el esperable (por aquello de que un extremo reemplaza al otro) y a solo once de años de haber decapitado a un Rey, los franceses coronaban a un emperador.
La Revolución Francesa resulta fascinante porque logra rasgar las telas del tiempo y llegar hasta nosotros con un mensaje que seguimos eligiendo no ver: no importa cuán noble pueda aparentar ser una causa, todo se nos puede ir rápidamente de las manos. Los revolucionarios regularon el lenguaje, la fe, retorcieron la noción de justicia y callaron, sangre mediante, a toda voz detractora. En un año, más de 1.300 personas morirían solo en la guillotina.
Cuando se estudian casos como los de Cuba y Venezuela, el paralelismo no resulta imposible. Y, lo que es incluso peor, a corto plazo, los pronósticos no son particularmente optimistas.
Para que la historia no esté necesariamente condenada a repetirse, es menester analizarla y desguazarla hasta comprenderla. El gran temor de los tiranos, sea cual sea el lado en el que estén, es la libertad. En la libertad yace la verdadera revolución.