El pasado viernes 28 de julio, los padres del bebé británico Charlie Gard, que padecía una enfermedad congénita incurable, dieron a conocer a través de un comunicado de prensa que el pequeño había fallecido.
¿Por qué los padres de Charlie no pudieron ir a Estados Unidos, tal como deseaban, a realizar un tratamiento experimental para intentar salvar la vida de su hijo? Porque tal solicitud les fue prohibida, por ley. Sucede que en el Reino Unido (y esto se extiende también a la Unión Europea) en caso de haber conflicto entre padres y médicos, pondera el derecho del niño. Estados Unidos, por su parte, es uno de los tres países en el mundo que no ha adherido a la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño.
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Las distintas cortes en las que los papás de Charlie Gard suplicaron por la posibilidad de este tratamiento fallaron según ley vigente y “a favor” de un menor que en efecto no tenía esperanza de vida una vez desconectado –al menos, no en Gran Bretaña ni en el resto de Europa–.
El caso del pequeño Charlie conmocionó al mundo porque nos obliga a reparar en una realidad que elegimos ignorar, y esta realidad tiene al menos tres aristas: el poder del Estados la deshumanización de las leyes y la siempre polémica eutanasia.
Esta vez, empecemos por el final. Personalmente, creo que cuando en verdad no hay nada más que hacer, cuando la más remota y rebuscada de las posibilidades falló, es deseable darle al individuo el honor de una muerte digna. No hablo sin experiencia: antes de que mi padre se sometiese a un trasplante bipulmonar, le pregunté si deseaba que, en caso de que algo no saliese como estaba planeado, “aceleráramos el proceso”. La eutanasia es una forma de libertad y quizás el último gesto de respeto que podamos tener hacia otro ser humano.
Sin embargo –y es aquí cuando se evidencia cuán alejadas están las leyes del mundo real– a los padres de Charlie no se les permitió explorar todas las posibilidades, por experimentales que fueran –¿y quién puede juzgarlos?, ¿quién no intentaría cualquier cosa por sus hijos?–.
Es este el quid de la cuestión: la ley –que es siempre un abstracto, una construcción– se despegó de lo humano y explícitamente prohibió a una pareja dispuesta a todo por su hijo. Incluso el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, hizo saber a la familia que los ayudaría en caso de cruzar el Atlántico.
El Estado, no obstante, intervino antes y hoy somos todos testigos de la muerte de un bebé que merecía, como cualquier otro, una oportunidad.
Solo en estas terribles circunstancias es que el individuo tal vez comprenda cuanto poder tiene el Estado sobre nuestras vidas y las de nuestros seres queridos. Este caso no es aislado, ni lo será. Habrá muchos Charlie Gard, de un año, de ocho, de veintitrés y de ochenta y cinco.
Es menester comprender que a Charlie Gard lo mató un sistema despiadado común al planeta entero. Un sistema que tiene la arrogancia de decirnos cómo tratarnos, por cuánto tiempo y con qué medicamentos –no olvidemos el caso uruguayo con las gotas GS–.
Quiero creer que este caso, con toda su infamia, nos ayudará a repensar nuestro amor por un Estado fuerte y todopoderoso. Quiero creer que, de ahora en más, el sistema será puesto en tela de juicio más seguido. Quiero creer, a fin de cuentas, que la muerte de Charlie significará algo.