La cruzada por menor intervención estatal en cualquier ámbito del ser humano pareciera haber sufrido, en los últimos años, una radicalización hacia la recientemente bautizada alt – right (apócope de “derecha alternativa” en inglés).
La alt – right pregona, a conciencia plena, todo lo opuesto a la libertad. Defiende el proteccionismo (incluso cuando jura a pies juntillas pretender abrirse a la economía mundial) y despotrica cual niño malcriado en contra de la libertad de credo.
La derecha alternativa es occidental, blanca, masculina y cristiana. Idealiza lo que interpreta (en la mayoría de las ocasiones, incorrectamente) del pasado; y lamenta que los tiempos en que “la mujer era mujer y el hombre era hombre” hayan culminado, ilustrando claramente su ignorancia en lo que a hábitos y moralidad de otrora refiere.
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No me malinterpreten: a mí también me asquea la corrección política que desborda medios y mentes. En tanto mujer, me hieren profundamente los postulados, si es que merecen tal nombre, que ostenta lo que ha derivado en feminismo. Como miembro de una familia tradicional, me duele asimismo que estas sean hoy minoría. Sin embargo, puedo salir de mi burbuja y reconocer que lo que funcionó para mí, puede no funcionar para el mundo entero.
El escarnio del que la libertad ha sido víctima nos demuestra que quizás sea hora – y esperemos que no sea ya demasiado tarde – de recobrar el buen nombre que el liberalismo supo siempre llevar.
Figuras de trascendencia de la política mundial como Marine Le Pen y el actual presidente de Estados Unidos Donald Trump no representan en nada a las ideas liberales. De hecho, los programas que presentaron tanto Le Pen como el comunista Jean-Luc Mélenchon en tanto candidatos a la presidencia de Francia eran tenebrosamente similares.
Afirmar, por lo tanto, que Le Pen es liberal es, en los hechos, insinuar que el comunismo también lo es.
Lo mismo corre para Trump. Su visión de cómo debe ser Estados Unidos corresponde a la década de 1950. Toda su campaña se basó en este pilar – “Make America Great Again”. Para bien o para mal (no es el objetivo de estos párrafos analizarlo) el mundo ha tomado otro curso, otra dirección. No comprender este hecho puede significar el parálisis económico de un país.
Es improbable que esto suceda en Estados Unidos, una de las democracias más estables del mundo y la economía más sólida del globo. Sin embargo, con estos pasos, poco hará Trump para tapar los agujeros que dejó Obama.
Ser antisistema no es ser liberal. Un liberal puede ser antisistema (quizás hasta deba serlo) pero no alcanza con ser antisistema para autodenominarse liberal. Ser liberal no se trata de atacar todo aquello de lo que se está en contra, sino de defender los ideales en los que se cree.
El diccionario de la Real Academia Española define al liberalismo como una:
“Doctrina política que postula la libertad individual y social en lo político y la iniciativa privada en lo económico y cultural, limitando en estos terrenos la intervención del Estado y de los poderes públicos [ y advierte asimismo que se trata de una] actitud que propugna la libertad y la tolerancia en la vida de una sociedad”.
Hinchar, como si de fútbol se tratase, por candidatos cuyas empresas fracasaron estrepitosamente en el pasado, llevándose consigo millones de vidas, es lo más lejano a la tolerancia y a la libertad que pueda haber.
Como liberal, creo profundamente en la libertad de los individuos de ser cuanto quieran ser – antisistema o cualquier antinomia incluida. Pero el liberalismo no es un lugar en el cual juntarse a defenestrar musulmanes o a reírse del progresismo de izquierdas. No hay nada de gracioso en el progresismo, es una seria amenaza de nuestros tiempos.
Los liberales creemos en principios fundamentales que forjan al individuo y lo fortalecen. Creemos en éxito innegable del capitalismo, el sistema económico que más gente ha sacado de la pobreza.
No podemos permitir que nuestros nobles valores sean confundidos con las niñerías de la derecha alternativa; no en tiempos en los que el populismo y el estatismo se propagan a velocidades impensables, incluso desde el fiasco político, social y económico.
Definir lo que somos (y lo que no) será nuestro mayor reto, y nuestro más ilustre acto de rebeldía.