Resulta fácil y conveniente sentarse hoy frente a las noticias y preguntarse cómo llegamos a este punto de populismos y fanatismos que parecían enterrados en los libros de historia.
Resulta igualmente cómodo, desde un punto meramente intelectual, repetirnos comentarios “de bolsillo”, de esos que cualquier filósofo de Facebook siempre tiene bajo la manga: “el mundo va de mal en peor”, “los estadounidenses (o británicos, o alemanes, o franceses) siempre fueron imperialistas y jamás les importó nada”, o lisa y llanamente, el infaltable “la gente es estúpida”.
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Y quizás sí sea cierto, quizás sí somos estúpidos. Pero no por haber votado por Donald Trump o por tener la intención de apoyar a Marine Le Pen o a Frauke Petry. Tampoco somos seres despreciables por haber leído algún artículo de Milo Yiannopoulos.
Lo que nos hace estúpidos, y tal vez un tanto despreciables, es no darnos cuenta de que nosotros creamos a Donald Trump, a Le Pen y a Petry. Nosotros le dimos fuerzas a Yiannopoulos.
¿Cuándo creamos tales líderes o referentes? Hagamos memoria, no es difícil llegar al punto de inflexión.
Los creamos cuando impusimos que “feminismo” es la lucha constante contra un teórico “macho opresor”, y no mismos derechos y obligaciones. Lo creamos cuando, en pos de este nuevo “feminismo”, desgarramos nuestra propia lengua, la española, sustituyendo las “o” de los adjetivos y sustantivos con una “x” o un arroba; o cuando —tal como lo hace el presidente de Uruguay Tabaré Vázquez— decidimos decir “todas y todos”, sabiendo que lo correcto es “todos” o “uruguayos”.
La revolución no se hace enojándose con un sustantivo.
Pavimentamos el camino de Donald Trump hacia la Casa Blanca cuando creímos que luchar contra la represión era salir a senos descubiertos grafiteando “muerte al macho” en los muros, como recientemente ocurrió en Rosario, Argentina.
Le dimos un 24.5 % de intención de voto a Marine Le Pen (dejándola en la cabecera electoral francesa) cuando le otorgamos al progresismo mundial un cheque en blanco, y ese progresismo no hizo más que acalambrar a impuestos a la clase media —la clase media ¿se acuerdan?— en pos de una justicia social que jamás llegó y que condena a los más pobres a permanecer allí, recibiendo mensualmente el vuelto de lo que se gastan en aviones o en capitalizar empresas estatales que bien supieron fundir.
Tomamos esta dirección cada vez que se nos obligó a tolerar lo intolerable, a perdonar a ladrones, asesinos y terroristas como si lo único que necesitasen fuese un abrazo.
Empezamos a recorrer este camino cuando se nos acusó de fachos por no ser de izquierda, cuando se nos trató de “discriminadores” por no ser lesbianas o bisexuales o gais. Nos dijeron que reprimíamos la sexualidad ajena, cuando la heterosexualidad, vaya a saber por qué, se convirtió en “aburrida”.
Dimos estos pasos cuando se nos recomendó que, para demostrar que somos “open minded” —pues para el progresismo serlo no es importante, sino exponerlo— lo mejor es tener un amigo negro, otro asiático, otro musulmán, otro budista, otro swinger y otro chamán.
Esta ruta fue diseñada el día que el mero hecho de ser blanco se convirtió en privilegio indeseable (en vez de minimizarlo a lo que es, un simple color de piel); cuando se alimentó, a beneficio de unos pocos, la rivalidad de clases, entre “chetos” y “pueblo”.
El progresismo mundial nos juró ser el padre protector (mala mía: madre protectora, quise decir) de la libertad de expresión y un buen día comenzamos a manifestar, de la forma más violenta posible, en universidades porque alguien que dista de ese progresismo daba una charla.
Un día, aspirar a tener una familia “tradicional” fue un símbolo de represión patriarcal. Un día, no consumir drogas nos quitó toda posibilidad de ser “cool”. Un día, como si nada, nos dijeron qué teníamos que comer y qué no, leyes y regularizaciones mediante. Un día tuvimos que ser tan inclusivos que perdimos eficacia, mérito y seriedad.
Ese fue el día en el que le abrimos las puertas a los fenómenos extremistas de los que somos testigos hoy en día. No encontrarle explicación no es más que pereza intelectual o mala memoria. Fueron los populismos de izquierda los que crearon, con un éxito sin precedentes, a los populismos de derecha.
Nosotros —o nuestra complicidad o ceguera— creamos a Trump, a Le Pen y a tantos otros que reniegan de discursos políticamente correctos. Aborrecerlos no es más que un síntoma de nuestra propia culpa.