Me fue más que complicado comenzar este artículo. Escribir una pieza cercana al contenido relleno de tantos medios, al estilo “Diez recetas veganas que usted y su familia (¡incluyendo a su perro!) deben probar ya” me parecía superfluo y, por sobre todas las cosas, carente de seriedad.
Deduje de inmediato, por lo tanto, que “tres frases recurrentes que todo liberal debería dejar de decir ya” no sería el título que invite a la lectura de estos párrafos, entre otros motivos, porque no soy quién para decirle a usted qué debe decir y qué no. Sobre todo siendo yo liberal, imagine usted la inmensa contradicción.
Y no, puede que ese no sea el título, pero sí será el tema. Y si bien el verbo “deber” me parece por demás severo, sí creo que existen frases muletilla que repetimos prácticamente por inercia (o pereza) intelectual que, en un mundo ideal, serían puestas al menos en consideración.
El habla es un reflejo de una estructura mental, y no puede, por ende, estar sometida al desgano de la velocidad conversacional ni mucho menos ser víctima de la costumbre.
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Hay tres frases que escuchamos a diario que tienen tristes implicaciones para quien las escucha, es cierto, pero dicen mucho más de quienes las enuncian. Y estas son:
“Todo el mundo tiene derecho a opinar”. No se apure en su enojo. Es absolutamente cierto: todo el mundo tiene derecho a opinar. Pareciera ser, de todos modos, que demasiada gente no sabe cuántas personas son “todo el mundo”. Son demasiados los que ignoran, asimismo, que es altamente probable que “todo el mundo” no emita la misma opinión. En otras palabras: usted está en su libertad de opinar que su vecino es un idiota. Su vecino, empero, también tiene la libertad de opinar que el idiota es usted.
Hace menos de una semana escribí cuán hipócrita y sesgado fue el discurso anti-Donald Trump de Meryl Streep durante la entrega de los Golden Globes.
Recibí cientos de mensajes que se resumían en un “ella tiene derecho a opinar”. Por supuesto que lo tiene. Quisiera saber en qué momento le quité a la señora Streep una de sus libertades más fundamentales. No pretendo que la afamada actriz no se exprese, sólo creo que es deshonesta y mentirosa.
Es necesario, por lo tanto, tener así sea una vaga idea de cuánta gente es “todo el mundo” o al menos preguntarnos si podemos estirar nuestro machacado nivel de tolerancia a siete mil millones de personas.
“Antes las cosas eran diferentes”. ¡Oh, la añoranza por los tiempos pasados! La idealización de lo que ya no es ni será es altamente perjudicial a la hora de pretender salir de la caja. Es una piedra en el camino cuando lo que se quiere es avanzar.
Es casi gracioso leer comentarios del tipo “antes le dábamos más importancia a las personas”. “Antes jugábamos en la calle, hoy están como zombies frente a un monitor”. “Ahora la gente vive para mostrarse”. Y todas estas valoraciones se hacen, paradójicamente, en redes sociales.
Nos guste o no, lo que cambió es nuestro contexto. Las herramientas con las que hoy contamos son distintas: no solamente son rápidas, sino que son instantáneas. ¿Pero el ser humano? Seguimos siendo los mismos. Hoy juzgamos la vida del otro por Facebook, antes desde la casa del vecino o algún rincón en la oficina.
Instagram es un medio para el show, pero no es el show. Si quisiésemos jactarnos de cuán nuevo es nuestro auto, cuán caras fueron nuestras últimas vacaciones, cuán bien nos va en nuestras relaciones, asumámoslo: lo sabríamos hacer muy bien sin red social alguna.
El ser humano sigue teniendo las mismas miserias que ha tenido siempre, sólo que ahora las expone ante millones y no ante decenas. Es la única diferencia real.
Criticar el avance tecnológico –desde redes sociales a Tesla– desde una posición de nostalgia es altamente peligroso para el desarrollo. Y es una mentira monumental: antes la segregación era legal, la prohibición era legal, el voto femenino era ilegal, la homosexualidad, hoy legalmente aceptada en la mayoría de los países de Occidente, era un crimen hasta en las naciones más vanguardistas. No se mienta, no hay nada romántico en el pasado. El ayer no es mejor sólo porque usted creció en él.
“No soy antisemita pero…”. Nada bueno puede venir después de ese pero. El odio hacia el pueblo judío existe, es algo palpable. Algunos niegan ser antisemitas y, con orgullo, dicen ser “anti-sionistas”, que es más o menos como decir “no tengo nada en contra de los mexicanos, sólo creo que no deberían vivir en ese espacio entre Guatemala y Estados Unidos”.
“Mi problema no son los judíos, sino Israel”, aseguran otros tantos “porque asesina a miles de palestinos”. Suponiendo que esto sea cierto –porque no lo es–. ¿Dónde están los indignados por los miles que ha matado China, Rusia, Venezuela? ¿Dónde están los indignados por los miles de israelíes que Hamas ha matado? ¿Con qué vara medimos el daño que causa el victimario?
La semana pasada un camión asesinó a cuatro israelíes e hirió a otros 16. El mismo modus operandi que en Niza en 2015 y que en Berlín en diciembre. Nadie fue Israel en las redes sociales. Nadie tuvo filtros-banderita. El muerto judío al mundo le vale madre.
Si el argumento palestino fuese cierto, se deduce entonces que el antisemitismo empezó en 1948, y bien sabemos que no es así –a no ser que pertenezca usted a ese otro grupo de antisemitas que cree que el holocausto es un invento judío para dominar al mundo a través de los medios y coloque-aquí-algo-relacionado-con-la-masonería.
Guste o no, Israel es la última democracia sólida de Occidente, en el punto justo en el que Occidente deja de ser tal. En Israel, una mujer árabe puede estudiar, conducir y protestar contra Netanyahu, si así lo creyese conveniente.
En Israel, hay tantos políticos ineptos como en Francia, Argentina o Noruega. No es un lugar en donde el mal pulula descontroladamente.
Reitero, siendo liberal considero que nadie debe sugerirnos qué decir y qué no. Pero lo que decimos es un fiel reflejo de quiénes somos, de hacia dónde vamos y, sobre todo, de hacia dónde queremos ir. Y merece, por lo tanto, auto-examinación.