No es difícil entender por qué las figuras más tiranas, más extremistas y por demás agresivas y radicales llegan a ser romantizadas y deshumanizadas al punto de la idolatría.
Hace falta una suma de eventos desestabilizadores que sean (o parezcan ser, tanto da) lo suficientemente grandes como para que el término “cambio” empiece a repetirse por las calles. Aparecerá entonces el populista (de izquierda, de derecha o independientes) disfrazado de héroe, de revolucionario y recibirá, en complicidad con ese pueblo encolerizado, el poder necesario para hacer cuanto le plazca. Tal ha sido siempre el nacimiento de la tiranía.
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Fidel Castro fue quizás el más romantizado de todos los tiranos. La izquierda cobarde internacional (con muy pocas excepciones) jamás lo condenó, jamás sintió conmiseración con los miles de fusilados y millones de seres humanos con nombre, apellido, deseos y familias que cruzaron aguas infestadas de tiburones con la esperanza de llegar a Miami y escapar de las fauces del socialismo.
Líderes que se llenan la boca hablando de la democracia y sus infinitas virtudes no repudiaron nunca a un hombre que no permitió en 57 años una elección. Que encarceló a opositores ¡y a cómplices! Que no dio lugar jamás a una prensa independiente.
Las despedidas de parte de referentes mundiales a Fidel Castro, una vez difundida la noticia de su muerte, rozaban hasta lo humanamente inaceptable, lo indecente.
El presidente de la Unión Europea, Jean-Claude Juncker afirmó, sobre la muerte del exdictador el pasado viernes, que “el mundo pierde a un héroe para muchos”.
El presidente (a durísimas penas) del gobierno español, Mariano Rajoy, transmitió en su cuenta de Twitter “mis condolencias al gobierno y autoridades cubanas por el fallecimiento del expresidente Fidel Castro, una figura de calado histórico”.
François Hollande aseguró que Castro representó “el orgullo del rechazo de la dominación exterior”.
Desde una devastadísima Siria, hasta Bashar al Assad alzó su voz para despedir al cubano, quien afirma “permanecerá por siempre en las mentes de las generaciones”.
El inmensamente popular Primer Ministro Canadiense Justin Trudeau hasta debió aclarar sus dichos tras la desaparición (esperemos mucho más que física) de Castro. Trudeau había hablado de “tristeza”, y se refirió al exdictador como “líder destacable” y hasta “amigo”.
Nadie pretende negar aquí la importancia histórica de Castro. Sería tan burdo como querer minimizar el impacto de Stalin, a Mao, de Hitler o Pol Pot. Lo que es imprescindible es no referirnos a Castro como a un integrante de las Carmelitas Descalzas. No alcanza tampoco con decir que su “sistema” tuvo “errores” o “imperfecciones” porque los fusilados y los encarcelados no son un error, eran y son seres humanos.
A usted, izquierdista, no lo aburguesa condenar a Castro. Lo enaltece. Usted tiene una visión retorcidísima de la libertad.
Buena parte de la prensa internacional (ya no tan respetada, después del descaro que constituyó el apego a Hillary Clinton) despidió a Castro como hace tres años despedían a Mandela. Las menciones a las atrocidades cometidas por el régimen comunista en la isla caribeña, cuando presentes, eran atenuadas con comentarios poco menos que amigables.
Si el objetivo es alejarnos de los populismos y tiranías, no podemos exaltar a un populista y a un tirano.
Hubo quizás tres líderes mundiales que tuvieron la decencia de no acariciar la memoria de Castro: Theresa May, Angela Merkel y Donald Trump (sí, asúmalo). Mauricio Macri fue, debe ser apreciado, diplomático, sin matices rosas o románticos.
La Historia prende hoy un habano y susurra, desde lejos “no, no te absuelvo, ni aunque me tergiverses, ni aunque me ocultes, no, no te absuelvo”.