Hace 18 años, los venezolanos (por hastío, pero sobre todo por frivolidad) cometían el peor error de la corta vida democrática de su país, y quién sabe si de todo el siglo XX: Otorgaban su preferencia electoral a un militar golpista, y con ello, daban la espalda al período que, con todos sus problemas, había sido el más luminoso de su historia: La República Civil.
Quizás pensando que la historia se escribe siempre hacia delante, probablemente porque “estaban hartos de la política” o porque creían que la clase política venezolana necesitaba un escarmiento, le dieron su confianza a Hugo Chávez, un megalómano ignorante, eso sí, con un verbo a gusto de las mayorías, un “pico de plata”, como decimos en Venezuela, que pronto comenzó a mostrar lo que fue.
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Ciertamente, ganó elecciones, y por eso el mundo, tan propenso para mirar para otro lado (sobre todo cuando el que no quiere que lo miren tiene dinero de sobra para repartir) creía que en Venezuela había “una democracia vibrante”, como decía Chávez y era la propaganda universal del chavismo y sus acólitos.
Pero el chavismo nunca fue una democracia: si ganaba elecciones era porque usaba, sin pudor, los recursos públicos y el poder del Estado contra un sector democrático que solo contaba con algunos medios de comunicación y con la razón de luchar contra lo que aquí se estaba construyendo, esto que tenemos hoy.
Los politólogos denominan a los regímenes como el chavismo “autoritarismos competitivos”, que se convierten en autoritarismos a secas cuando, precisamente, dejan de ser competitivos. Sin Chávez, tras esquilmar todo el dinero de Venezuela, y luego de que el país se diera cuenta de que el chavismo es un desastre y la organización de una mafia desde el poder, mafia que esquilma a todos los ciudadanos, por supuesto, vino la segunda gran victoria de la heroica oposición venezolana (porque resistir a esto durante 17 años fue un acto de heroísmo): la de las elecciones parlamentarias, también hizo este 6 de diciembre aniversario, un año apenas.
El diciembre del Ecuador
Justo en el medio entre el 6 de diciembre de 1998 y el 6 de diciembre de 2015 estuvo el 2 de diciembre de 2007, cuando fue la primera victoria heroica de la oposición venezolana, y muy particularmente de su movimiento estudiantil: la que le impidió a Chávez aprobar una Constitución de tipo cubano. Visto a la distancia, ese día permitió salvar las esperanzas de Venezuela de recuperar la democracia.
Al igual que hizo Maduro con el revés electoral del 6 de diciembre del año pasado, Chávez respetó solo la formalidad de su derrota en 2007. Tras calificarla de “victoria de mierda”, se dedicó, en la práctica, a hacer lo mismo que ya tenía pensado hacer, solo que sin necesidad de Constitución que lo respaldara. Por supuesto, esto lo obligó a rodeos más largos, a mayores disimulos y sobre todo, a costos que hoy paga su heredero, que ha dilapidado el capital político, pero no las groseras formas con las que el difunto ofendía a todo el que se le opusiera e irrespetaba los resultados electorales aún cuando con todo el ventajismo del que disponía estos no le resultaban favorables:
Un año después del triunfo electoral de la oposición, aunque no lo parezca, la causa de la democracia venezolana está mucho más viva que en 2015. Por varias razones: la primera de ellas es que el chavismo ha quedado al descubierto como lo que es, una dictadura, ya sin atenuantes.
Maduro, es cierto, ha vulnerado todos los principios y valores de la democracia en este año, pero para hacerlo no pudo ponerse la máscara de demócrata: y un año después, cuando se le cae la máscara completa (bástese leer la durísima carta de Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano, con respecto al diálogo con la oposición) el régimen chavista es un apestado internacional, alejado de Mercosur y a punto, nuevamente, de que se le aplique la Carta Democrática Interamericana.
Queda clarísimo que Maduro aprendió la lección del pasado 6 de diciembre y que no quiere realizar una elección más nunca. “Ya hemos ganado 18”, repiten como un mantra. Es decir, ya no hacen falta más.
La oposición no puede cometer el error de caer en el desánimo y tiene que presionar en todos los escenarios de calle para que retornen los procesos electorales. El regreso de la democracia está más cerca que nunca, aunque no lo parezca.
En este año, el porcentaje de venezolanos que repudian al régimen de Maduro es de ocho de cada diez; al Gobierno solo le queda parapetarse detrás de las bayonetas y de una institucionalidad (léase Tribunal Supremo de Justicia) que a todas luces es de cartón piedra, y que con cada decisión muestra más que no es un tribunal, sino una oficina de la Presidencia de la República. Por el contrario, la Asamblea Nacional es hoy la institución más valorada por los venezolanos.
Desde luego, el chavismo ha manipulado todo para atornillarse en el poder. La victoria de la Asamblea Nacional fue un golpe muy duro en su contra, pero Maduro cuenta con su absoluta falta de escrúpulos y con la total certeza de que ha quemado sus naves. Cada día las quema más, de hecho. Hace dos meses, cuando convocó al diálogo, por ejemplo, hubiera podido negociar impunidad para él y para los suyos. Ya no puede, ni local ni internacionalmente (que también hubiera podido hacerlo con el aval del Vaticano).
Si nos rendimos, por supuesto, Maduro triunfará. Gobernará sobre un cementerio, que es lo que terminan haciendo siempre este tipo de regímenes. Pero si entendemos que toda esta pelea que nos ha traído hasta aquí (a algunos desde 1998 e incluso desde antes, porque Venezuela es la eterna lucha de la civilización contra la barbarie, como nos contaba Rómulo Gallegos en Doña Bárbara) está a punto de llevarnos a buen puerto, cuando miremos hacia atrás a lo mejor incluso diremos: “Resultó hasta fácil”.
Que así sea.