Hay un libro maravilloso llamado Soldados de Salamina, que cuenta las vicisitudes de un periodista que busca a un héroe de guerra republicano, casi 60 años después de la huida de las tropas de milicianos españoles hacia Francia. En esa novela, Javier Cercas, su autor, cuela una frase trágica de lo que fue España luego de la Guerra Civil: “Llegado un momento, los españoles que se oponían a Franco decidieron dejar a la biología lo que no pudieron hacer por sus propios medios”.
Confieso que estoy parafraseando, que no busqué el texto exacto en el libro. Y también que eso mismo fue lo que sentí esta madrugada, como lo sentí también la tarde del 5 de marzo de 2013: al igual que Francisco Franco, al igual que Hugo Chávez o Stalin, Fidel Castro murió en su cama, de muerte natural, ejerciendo el poder (así fuera tras bastidores) y, sobre todo, sin haber enfrentado jamás lo que en justicia le hubiera tocado: un proceso judicial, la cárcel y la ignominia.
Ha muerto, entonces, el dictador perfecto. El prototipo de dictador: El que no solo consiguió imponer su voluntad durante décadas, a costa de convertir a su patria en un camposanto (“Construirán un desierto, y lo llamarán la Paz”, decía Tácito), sino que logró que lo adulen por ello y obtuvo prestigio por hacerlo; y que en los últimos años de su vida, se convirtiera, además, en un contradictor de sí mismo sin que nadie se lo recriminara. Básta recordar cómo en 2010 Castro afirmaba en la Universidad de La Habana que “entre los muchos errores que hemos cometido todos, el más importante era creer que alguien sabía de socialismo o alguien sabía cómo se construye”.
Eso sí es una autocrítica: en un país democrático, a un gobernante que dijera algo semejante le tocaría una destitución. En Fidel, sin embargo, era “sabiduría”.
¿Qué sigue?
Como no hay justicia en la muerte, que nos va a suceder a todos (y mucho menos la muerte a los 90 años, luego de una vida larga y con salud, y disfrutando de todos los placeres, los mismos que negó sistemáticamente al sufrido pueblo cubano), confieso que no comprendo la algarabía, largamente anticipada, que se vivió en Miami y otros lugares del exilio cubano esta madrugada.
"¡Murió, murió!", exclaman cubanos y cubano-estadounidenses en #Miami tras la muerte de Fidel Castro. pic.twitter.com/HZi02LzD9d
— Patricia Sulbarán (@patsulbaran) November 26, 2016
Por supuesto, sí la entiendo en un nivel humano: recuerdo a mi padre pegado de una radio de onda corta, hace más de 40 años, siguiendo las noticias que llegaban de Madrid, la esperanza de la muerte del dictador y la incertidumbre de lo que venía en un país en el que, según se decía, solo Franco era capaz de impedir el desmembramiento y la reedición de la Guerra Civil.
Ningún pronóstico agorero se cumplió: ahí está España en 2016, con todos sus problemas, pero una democracia viva, un país del primer mundo. Eso, claro, es lo que uno desea para Cuba –y también, porque escribo desde aquí y me es difícil no ser el ombligo de mi mismo–, para Venezuela. ¿Será posible?
Por lo pronto, tocará ver los funerales de Estado más pomposos que se recuerden en América Latina, porque nada es más cursi que un comunista en trance de duelo. Sorprende, por su dimensión histórica, el escueto comunicado que su hermano (aunque se cuida de nombrar la relación familiar, lo llama “compañero”, para no dejar en mayor evidencia aún el carácter dinástico de todos los “socialismos reales”) Raúl Castro hace sobre la muerte de Fidel Castro. Nada sobre lo que puede venir: la vida sigue, como siempre, y algo que distingue al comunismo es su capacidad aparente de no conmoverse ante nada.
https://www.youtube.com/watch?v=0NuymVsSdH8
Sin embargo, es probable que los cambios que traerá la muerte de Fidel Castro se sientan primero en América Latina que en la propia Cuba. Durante todas las décadas de su régimen, Castro fue una especie de “certificado de antiimperialismo” que se le emitía a los presidentes latinoamericanos, fueran del signo que fueran.
Una foto con el dictador cubano –creían los que se la tomaban– expedía una “patente de izquierdismo” que servía para quedar bien con un electorado al que los presidentes latinoamericanos presumían prosocialista; un antiimperialismo que, además sea dicho, servía más como excusa para nuestras propias miserias y para encubrir la inmensa corrupción política que siempre ha sufrido América Latina, que para explicar (su contrario, el imperialismo) nuestro fracaso comparado con el éxito de Estados Unidos (y Canadá).
Lo cierto es que más allá de las encuestas, Castro siempre fue un personaje mayoritariamente rechazado en América Latina, principalmente porque todos conocíamos o conocemos a alguna víctima de su tiranía y simpatizábamos con ella, era nuestro vecino, nuestro compañero de trabajo o nuestro amigo, o todas las anteriores, como ahora, en América Latina o el mundo, muchos simpatizarán con el venezolano recién llegado que huye del horror de la práctica, a contraflecha de la historia, del comunismo en el siglo XXI.
América Latina, entonces, parece librarse de un padrastro castrador. Por supuesto, el muy menguado Foro de Sao Paulo continuará perdiendo influencia; el Gobierno de Maduro, en Venezuela (ya hablaremos de esto) se queda sin un refugio, quizás el último, porque la Bolivia de Evo Morales no cuenta y Rafael Correa, en Ecuador, hace rato que ya no quiere ser relacionado con Nicolás Maduro.
¿Y en Cuba? Señalan diplomáticos que el país, desde 2006, está en “posfidelismo”, y que ahora puede venir el “posraulismo”. Lo cierto es que en sus últimos años, y en sus cada vez más esporádicas apariciones, Fidel siempre se comportó como una especie de “policía malo” que criticaba la apertura (muy tímida y siempre hipócrita) de su hermano el heredero.
Lo que puede seguir es que libre de esas ataduras, Raúl se plantee una reforma verdadera en lo económico, el tan cacareado “modelo chino” de dictadura política con apertura económica, que comenzó a esbozarse el 17 de diciembre de 2014. Si lo logra, si a él igualmente lo vencerá la biología (recordemos que también es octogenario), o si serán sus sucesores en este “socialismo real” (lo de real parece ser por lo hereditario) los que abran el país a 60 años de ostracismo, está por verse.
Mientras “Suena Caracas” se muere papá
Como veo el mundo desde Venezuela, no puedo dejar de sorprenderme de que la muerte de Fidel Castro haya tomado tan desprevenido al Gobierno de Nicolás Maduro, y que no sea la primera vez: ya con la apertura de relaciones de Cuba con Estados Unidos Maduro hizo un ridículo continental, convocando un acuerdo antiimperialista en Mercosur el mismo día en que Raúl Castro y Barack Obama suscribían su histórico convenimiento.
En esta oportunidad, el ridículo es parecido. El Gobierno, empeñado en que en Venezuela no pasa nada, que la gente no come de la basura, que la inflación no es del 700 % y el desabastecimiento es del 80 %, se empeñó en malgastar USD $2 millones en un festival de música llamado “Suena Caracas” (y del que las redes sociales se mofaron con la etiqueta #SuenaCorrupto) que se realizaría desde anoche y durante 10 días.
Menos de una hora antes de que Raúl Castro anunciara la muerte de su hermano, el padre político de la “revolución bolivariana”, y que no se le cae de la boca jamás a Maduro, el festival se iniciaba con una salva brutal de fuegos artificiales, una afrenta para los miles de venezolanos que se acostaban, en ese mismo momento, sin cenar.
Es posible que Fidel Castro haya muerto sin agonía; esas cosas suceden a los 90 años. Te acuestas y no te levantas y ya. Pero es difícil de creer que no hubiera una anticipación al estado de salud del dictador cubano.
¿No le notificó Raúl Castro a su principal aliado político de la situación? No sería la primera vez. Ya pasó hace 23 meses.
Y es que Nicolás Maduro, al parecer, no cuenta mucho en el nuevo esquema de la revolución cubana, porque ya no puede proveer petróleo. En resumidas cuentas, así paga el Diablo a quien le sirve.
Que en Paz Descanse y que Dios lo absuelva, Fidel Castro. Porque la historia, a pesar de lo que usted haya creído toda su vida, no lo hará.