EnglishNo sucede con tanta frecuencia, pero en ocasiones Hollywood tiene un ataque de conciencia social, y entonces muestra al mundo —y principalmente, a los habitantes de su país— al Gobierno de Estados Unidos cometiendo acciones non sanctas, en las que pone a la política por encima del bienestar de sus ciudadanos.
¿Estuvo la CIA, por decir lo menos, implicada en que el crack haya llegado a las calles de EE.UU., especialmente a las de los barrios negros de South Central, en Los Ángeles, y de allí su consumo se haya esparcido como una epidemia entre los hijos olvidados del “sueño americano”? Así parece sugerirlo Kill the messenger, película estrenada en noviembre pasado y que recuerda hechos de hace dos y tres décadas.
Kill the messenger (traducida al español como “Matar al mensajero”, dirigida por Michael Cuesta y protagonizada por Jeremy Renner y Rosemarie DeWitt (en un elenco que incluye también a Andy García, Paz Vega, Ray Liotta y Barry Pepper) cuenta la historia de Gary Webb, el periodista del San José Mercury News, un pequeño periódico de California, que descubre una trama con la que todo reportero sueña: Cómo narcotraficantes nicaragüenses negociaron cocaína con las “Contras” de ese país, quienes a su vez la enviaba a Estados Unidos y de esta manera se financiaba su lucha contra el sandinismo, con la anuencia —y la ayuda explícita— de funcionarios de la CIA, durante la presidencia de Ronald Reagan.
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Es un derivado del denominado escándalo Irán-Contras, quizás el que más afectó a la presidencia de Reagan, cuando la guerra fría era todavía una realidad y en Centroamérica se jugaba una partida de ese ajedrez global en el que la Unión Soviética y Estados Unidos se repartían el mundo.
A Webb, encarnado en la piel de un convincente Renner —un actor experto en desempeñar el papel de hombre común al que las circunstancias ponen contra la pared— le toca ver cómo su investigación, que primeramente levanta admiración —al punto de que ganó el premio anual 1996 de periodismo en California, y estuvo cercano a un Pulitzer—, va volviéndose contra él, en la medida en que la CIA comienza a minar su credibilidad, haciendo correr la versión de que no tenía más respaldo que las declaraciones (testificadas, por cierto, ante tribunales) de narcotraficantes, e incluso sacando a la luz sus infidelidades matrimoniales.
Ese mismo año, Webb se vio obligado a renunciar al San José Mercury News; nunca volvió a conseguir trabajo como periodista, y escribió dos años después el libro Dark Alliance (Alianza Oscura), en el que se basa Kill the messenger.
La CIA contó, para la destrucción moral de Webb, con la ayuda de la gran prensa estadounidense
Por ciento, el organismo de inteligencia contó para la destrucción moral de Webb con la inestimable ayuda de la gran prensa estadounidense (celosa de que un pequeño periódico como el San José Mercury News tuviera la exclusiva del caso) y con la falta de respaldo de este diario, presionado por el Gobierno, hacia su reportero.
Como periodista, es interesante, sobre todo para los que no lo vivieron, ver cómo se hacía investigación antes de Internet (y para los que lo vivimos, recordarlo); conmueve el arrojo de Webb, quien no negocia con la verdad, aunque esta le costara su puesto y mucho más. Sorprende que en el país de la prensa libre, motivos tan mezquinos llevaran a darle la razón a los poderosos en contra de los oprimidos, apenas 20 años después de que Washington Post (uno de los diarios más activos a la hora de desacreditar la historia) forzara la renuncia de Richard Nixon.
Webb solo recibió el respaldo de la comunidad afroamericana de Los Ángeles, cuyos líderes tuvieron que ver cómo el crack, una droga barata, hacía estragos en las calles, saliendo de la nada y en una abundancia que convirtió a los más pobres en adictos a toda velocidad. El reportero fue encontrado muerto en su casa de San José, California, el 10 de diciembre de 2004. La policía cerró el caso como un suicidio, a pesar de que tenía dos tiros en la cabeza. El mensajero había, finalmente, muerto, como desde tiempos inmemoriales se hacía con el portador de las malas noticias.
En 1998, la CIA admitió en un informe que había relación entre compañías que trabajaban con ella y con narcotraficantes nicaragüenses en tráfico de drogas hacia EE.UU., como Webb había indicado en su libro. Sin embargo, el informe enfatizó que no había ninguna vinculación directa entre la CIA y el narcotráfico (básicamente se investigó a sí misma, y previsiblemente no encontró nada objetable).
Lo hizo en medio de otro escándalo, el de la felación de Mónica Lewinsky a Bill Clinton. Los medios, los mismos que primero ensalzaron a Webb, luego lo hundieron y finalmente lo mandaron al ostracismo; prácticamente no le dieron cobertura en su interior al informe, y lo ignoraron en sus primeras páginas, incluyendo el Washington Post. Y Clinton, que condujo al país a cotas de crecimiento económico, paz y progreso no recordadas desde los años 60, tuvo que ver su prestigio manchado por una correría (pero esa es otra historia).
Coincidentemente, vi Kill the messenger el domingo 18 de enero; el 19 en la mañana desperté —como todos los latinoamericanos— con la noticia de la muerte del fiscal Alberto Nisman en Argentina. También se había “suicidado”, según la versión inicial del poder.
Y vivo en un país, Venezuela, en el que las “cortinas de humo” desde el poder —como la elección del momento de la CIA para sacar el informe, cuando la opinión pública estaba distraída con una historia que incluía a un presidente, una relación sexual y una infidelidad marital— son tan frecuentes que uno ya no tiene cómo saber qué es cortina de humo y qué es un verdadero escándalo.
Cuando se trata de pelear contra el Estado, no suele haber finales felices
Por eso me fascinó y recomiendo Kill the messenger. Aunque no le fue bien en la taquilla, quizás porque, como un testigo le dice a Webb en un momento de la película, “hay historias que son demasiado duras para ser contadas”.
Es un testimonio brillante, bien hilado y con excelentes actuaciones y dirección sobre cómo en todas partes Gobiernos arrogantes actúan por encima de la ley. Y pesimista, a diferencia de la mayoría de las películas de Hollywood, porque cuando se trata de pelear contra el Estado no suele haber finales felices.