English En la guerra, como dice el aforismo, la verdad es la primera víctima. Pero la última fase de la guerra contra el terrorismo en Canadá apunta contra la misma ciudadanía: una total ironía.
Esto se evidenció el 23 de febrero, cuando el gobierno del Primer Ministro Stephen Harper —en respaldo de un proyecto anti-terrorista para expandir el poder de vigilancia del Estado y criminalizar aquellos discursos que se considere, “defiendan” el terrorismo—, cerró el debate sobre el mismo proyecto de Ley, después de solo tres días de discusión.
El Proyecto C-51 —elaborado en respuesta a dos recientes ataques aislados, incluyendo uno que terminó en un tiroteo en la Cámara de los Comunes de Ottawa— amplía el alcance del Servicio de Inteligencia de Seguridad de Canadá (CSIS), permitiéndole interceptar comunicaciones privadas con autorizaciones judiciales secretas.
Dicha estrategia ya está en marcha, aunque bajo una agencia diferente, y una base legal más que dudosa. Documentos filtrados por Edward Snowden el pasado 28 de enero muestran que el Centro de Seguridad de las Comunicaciones de Canadá (CSE) ya ha estado monitoreando las descargas en línea de millones de usuarios en internet. Esto siguió a la noticia, en abril del año pasado, de que las autoridades estaban haciendo copias masivas de los correos electrónicos de los canadienses, y revisando miles de mensajes de texto y llamadas de celular sin ningún tipo de autorización judicial.
Aparentemente, ya no basta con emular a Estados Unidos en el aumento gradual del poder del Estado y la vigilancia —en nombre de la seguridad. Los oficiales canadienses habitualmente entregan información obtenida por el CSE a sus contrapartes al sur de la frontera, y ya han acordado, aparentemente, compartir datos biográficos de los ciudadanos con la Patrulla Fronteriza de EE.UU. La policía de Ontario ha dado un paso más allá, y ha compartido información médica confidencial con oficiales estadounidenses, lo que ha ocasionado que se les niegue la entrada a Estados Unidos a algunos canadienses, por algo tan simple como haber sufrido episodios previos de enfermedades mentales.
Estos abusos ya tienen su historia. En el 2003, los oficiales de Estados Unidos interceptaron y deportaron al ciudadano canadiense Maher Arar a Siria, desde el aeropuerto JFK en Nueva York, donde él se encontraba esperando un vuelo de conexión de regreso de unas vacaciones familiares en Túnez. La Inteligencia canadiense observó como Maher fue retenido y torturado por un año en Siria, solo para que después lo hallaran inocente.
Si las agencias de seguridad de Canadá ya están excediendo sus límites, la extensión de los poderes del CSIS para “interrumpir” las actividades terroristas, la extremadamente amplia definición de terrorismo del Proyecto C-51, y el encarcelamiento preventivo cuando algo “pudiera” estar ligado al terrorismo, es, sencillamente, aterrador.
Las quejas se han estado apilando, incluyendo las de cuatro exprimeros ministros. La última petición para desechar el C-51 viene de cien profesores de Derecho de todo el país, con un documento de 4.000 palabras donde se abarcan “algunas, y solo algunas” de las fallas más serias del proyecto. En la carta se evidencia cómo el texto legal da pie para sofocar las protestas y otras formas de disenso legítimo.
Más allá de esto, el C-51 transforma a la CSIS de una entidad que recopila información a una agencia agresiva, provocando un probable enfrentamiento con la Policía Montada de Canadá (RCMP). La CSIS puede además emprender operaciones en el extranjero, logrando con esto agitar un sentimiento antioccidental que probablemente terminará estallándole en la cara a Canadá.
Esta es la más horrible ironía de todas: el C-51 podría violar los derechos de los canadienses bajo la excusa de atacar a las iniciativas antiterroristas. Mientras criminaliza la incitación al terrorismo, reprimirá las discusiones francas de los programas de desradicalización; y los foros en línea y salas de chat que proporcionan señales claves de advertencia se secarán, dejando a los servicios de seguridad a ciegas.
Canadá, que alguna vez fue reconocida por abstenerse de participar en conflictos dudosos en el extranjero, y por apegarse al Imperio de la Ley en su territorio, se está convirtiendo rápidamente en un miembro del club internacional que aprueba la tortura y la vigilancia masiva de sus ciudadanos; un aterrador Estado policial.
Quizá la mayoría de los canadienses apoyen este proceso, y vean con buenos ojos la última propuesta del Gobierno para monitorear sus vidas privadas como nunca antes. Pero si esto es así, ¿por qué Harper tiene tanto miedo de darles una oportunidad de debatirlo?
Traducido por Orlando Avendaño.
Editado por Pedro García Otero.