English A partir del año 2014, el Día de la Juventud en Venezuela —que se conmemora cada 12 de Febrero, en recuerdo de la llamada “Batalla de la Victoria” que se libró exactamente dos siglos antes entre jóvenes estudiantes venezolanos y curtidas tropas españolas— dejó de ser una fecha patria más en los libros, para cobrar un cruento significado.
Hace exactamente un año, en Caracas, una manifestación de estudiantes que solicitaban ante la Fiscalía General de la República justicia para otros jóvenes —salvajemente golpeados en la ciudad de San Cristóbal, Táchira, a 900 kilómetros de la capital—, fue brutalmente reprimida por las autoridades. Dos jóvenes (Bassil Da Costa y Robert Redman) resultaron muertos a bala, y además, hubo un tercer fallecido, Juan (“Juancho”) Montoya, un simpatizante del Gobierno y miembro de los llamados “colectivos”, grupos paramilitares que siembran el terror en las manifestaciones opositoras del país suramericano.
A partir de ese momento, y como suele suceder en las dictaduras, de viejo o de nuevo cuño, a fuerza de propaganda, el Gobierno de Nicolás Maduro intentó convertir a las víctimas en victimarios, y viceversa. Por promover una manifestación que fue violenta hasta que “colectivos” y fuerzas del orden comenzaron a disparar contra ella, Leopoldo López fue arrestado.
En un principio, al líder opositor intentaron acusarlo de los asesinatos, pero la tecnología del siglo XXI (que incluye la masiva presencia de cámaras de video) lo impidió; se demostró que miembros del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), que aparentemente no respondían al para entonces ministro del Interior, Miguel Rodríguez Torres (porque este había supuestamente ordenado el acuartelamiento de los funcionarios de esta policía política) dispararon las balas que mataron a Da Costa.
Hasta eso resultó excesivo para la “revolución bolivariana” que castigó al canal colombiano NTN24 por transmitir la manifestación en directo, sacándolo de la parrilla de la TV por cable. La autocensurada televisión venezolana transmitía dibujos animados o programas de variedades mientras masacraban a los estudiantes.
En un principio el Gobierno se apuró a calificar de mártir a Montoya, al señalar que lo habían matado desde la manifestación opositora, pero los hechos demostraron que fue convocado a “defender la revolución” con la intención expresa de asesinarlo desde sus mismas filas con un tiro a quemarropa.
Una moto presuntamente oficial fue también la que disparó esa misma noche contra Redman, en otro sector de la ciudad donde continuaron las manifestaciones.
Un año después, a López, el Gobierno venezolano se conforma con enjuiciarlo por incendio intencional, daños a la propiedad e instigación a delinquir, aunque ni siquiera esos delitos han podido ser demostrados. Tanto Amnistía Internacional, Human Rights Watch, como el Parlamento Europeo y el Grupo contra las Detenciones Arbitrarias de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) lo han calificado como prisionero de conciencia.
El régimen de Maduro, en tanto, se niega a liberarlo, y en otro de los orwellianos giros que suele aplicar, el mandatario ha propuesto canjearlo por el terrorista puertorriqueño Oscar López Rivera, con la condición de sacar a López de Venezuela. Poco importa que la Constitución venezolana prohíba expresamente el extrañamiento del país, y que con esa proposición, Maduro demuestre que López es su preso personal; mientras el líder opositor tiene un porcentaje de aprobación de 50%, el de Maduro está en 20% —y cayendo.
Maduro sabe que está sentado sobre un polvorín, apoyado por el Ejército, que hace pingües negocios a costa del Gobierno; pero ignora que, como dijo Talleyrand, “las bayonetas sirven para todo, menos para sentarse sobre ellas”.
Sabe también que tener preso a Leopoldo López es un gran problema para su régimen, pero mucho mayor sería si sale libre y comienza a recorrer el país con la aureola de haber pasado por sufrimientos severos, que incluyen incomunicación, maltratos físicos y verbales, y un proceso judicial evidentemente injusto para todo el mundo occidental.
El 12 de febrero de 2014 marcó también para Venezuela el comienzo de una oleada de represión como no se recuerda en Venezuela, más allá de que la pusilánime fiscal general Luisa Ortega Díaz califique la gestión de su despacho como “ajustada a derecho” durante el último año.
40 personas (34 de ellos jóvenes venezolanos) murieron durante las manifestaciones que empezaron el 12 de febrero; centenares de otros jóvenes resultaron heridos por la acción de los llamados “colectivos”, que en muchos casos actuaron con la venia, o incluso acompañados, de funcionarios regulares; a 1.400 estudiantes se les abrieron casos penales con medidas de presentación ante tribunales, y un centenar de ellos estuvieron, o permanecen en prisión, como Gerardo Carrero, Lorent Saleh y Gabriel Vallés, actualmente en huelga de hambre por sus condiciones de prisión en un sótano de la sede del Sebin conocido como “la tumba”, porque jamás se les permite ver el sol. Además, el Foro Penal Venezolano registró 160 casos de torturas a estudiantes luego de las detenciones.
Solo los Gobiernos cómplices del “chavismo”, que durante años se lucraron de esa vaca gorda de petrodólares que era Venezuela, miran hacia otro lado. Saben que la caída del chavismo implicaría una lluvia de escándalos que dejaría muy mal parados también a sus gobiernos.
Maduro ha intentado, infructuosamente, hacer ver que los militares y los hampones montados en motocicletas, con armas largas en sus manos, son “la izquierda”, mientras los valientes jóvenes que a cara descubierta se les enfrentaron durante tres meses son “la ultraderecha”, “fascistas” y “golpistas”. Pero en Latinoamérica y el mundo, las imágenes son demasiado familiares como para no ser entendidas correctamente.
El 12-F tuvo la virtud, como previeron los jóvenes (y el propio López) de dejar al descubierto la naturaleza violenta del Gobierno venezolano. Y de un Nicolás Maduro que, como dice The New York Times, es “cada vez más errático y despótico”, como todos los gobernantes inseguros.
Venezuela es una advertencia para todos los países. El mundo debe estar atento a lo que pasa en la nación que durante décadas fue un faro de libertad y democracia, un faro que hoy se encuentra abandonado a su suerte, salvo por un puñado de personalidades y Gobiernos que de verdad defienden los derechos humanos, y no solo sus nimios intereses.