Hace unos días leía en El País que este maldito virus nos ha quitado aquello que permitía a las vidas concluir noblemente: el adiós y ese abrazo. La capacidad de acompañar a quienes amamos en sus últimos momentos, abrazarlos y despedirnos.
Es imposible no quedarse consternado por las imágenes que va dejando esta crisis. Padres que, luego de una jornada de horas interminables en un hospital, llegan a sus hogares y deben esquivar los abrazos de sus críos. Abuelos que conocen a sus nietos recién nacidos mientras una lámina de vidrio los separa.
Han dicho muchos por estos días que, para mañana estar juntos, hoy toca separarnos. Pero es que la distancia ahora pesa como yunque. Es devastadora. Recuerdo los momentos difíciles de mi vida. En todos ellos lo mínimo que quise fue estar acompañado. Imagino que es la naturaleza humana. Juntarnos, darnos calor y aliento en medio de las tragedias. Pero hoy nos obligan a ir en contra de nuestra condición y distanciarnos. Vivir la tragedia en medio del silencio y la soledad.
Leía también hace poco a Yuval Noah Harari. Escribía, en un maravilloso texto, sobre cómo nuestro mundo podría cambiar para siempre. Hace unos días justamente también lo asomaba Henry Kissinger en el Wall Street Journal: «La verdad es que el mundo nunca será el mismo después del coronavirus». Son muchísimas las reflexiones al respecto y, quizá el rayo de luz, es que la cuarentena nos obliga a tenerlas. Por ejemplo, en su artículo en el Financial Times, Harari ponía sobre la mesa la obligación moral y humana de impedir que esta crisis, en la que hemos clamado por Estados fuertes, devenga en un futuro dominado por un Big brother. Es el debate recurrente de seguridad versus privacidad —y, ahora, versus libertad—.
Es muy posible que esta crisis apresure la llegada de eso que Oppenheimer alertaba en su libro ¡Sálvese quien pueda! Es la inminente era de la automatización. Entonces, de un porrazo y por la aparición de este enemigo invisible, empezamos a meditar sobre lo imprescindible de algunos trabajos y lo innecesario de otros. O cómo es obsoleta la rigurosidad de los horarios y la presencia física de los empleados en sus oficinas. La practicidad de los trabajos remotos es ahora considerada más que nunca; igual, la presencia o no de estudiantes en las aulas.
Pero, en fin. Es tanto lo que ocurre. Yo he querido saber qué hace cada quién con todo esto. Nadie me ha podido hablar de otro episodio similar en la historia de la humanidad. Hoy más de la mitad de la población del planeta atraviesa lo mismo. Son miles de millones confinados en sus hogares. El fenómeno es tan rico, literaria y anecdóticamente, que hay mil formas de aprovecharlo —si es que el drama lo permite—.
Si bien todos estamos condenados a pasar el día y la noche en nuestros hogares, ninguno lo asume de igual forma. Influye, por ejemplo, qué tipo de trabajo tenemos —mi caso, verbigracia, que ya era remoto—. Me atrajo la idea de preguntarle a Antonio Ledezma cómo vive el confinamiento porque él estuvo años secuestrado por la dictadura de Maduro. Me dijo:
«La vida nos preparó para esta experiencia inesperada. Viví 30 meses preso en nuestra vivienda, dos años y medio encerrado en mi casa por cárcel. No podía salir ni a tomar sol. Lo primero es preservar el buen ánimo, no perder el sentido del humor. Batallar con la adversidad usando la mente. Estando preso hacía caminatas imaginarias por el cerro Ávila mientras caminaba dentro del apartamento, por ejemplo. Fui maniobrando en la corta ruta que preparé, separando muebles para girar hasta lograr dar con centenares idas y vueltas en ese mínimo espacio. Caminaba una hora y treinta minutos, en la mañana y en la noche. Luego leía, hice rutina con varios libros colocados en puntos distintos del apartamento. Después escribía. Versos, poemas, cuentos. Hacía ejercicio de yoga. Inventé nombres para cada pose corporal. Pintaba, hacía collages, cocinaba. Ahora, aquí en Madrid, junto a mi inseparable Mitzy, hacemos prácticamente lo mismo. La clave está en distribuir bien el tiempo. Gracias a Skype hablamos y vemos a los siete hijos y diez nietos. Hacemos contacto virtual con nuestras familias regadas por el mundo».
Es llamativo. Como dice Antonio, a algunos la vida los preparó. A otros, como a mí, no se nos alteró mucho la rutina. Sin embargo, se impone la necesidad de quebrantarla. Jamás se había vuelto tan apremiante algún paseo bajo el sol.
Pedro Urruchurtu, politólogo y un gran amigo, me dijo que la cuarentena es, de alguna manera, una muestra de lo frágil que somos. Tiene razón. Hoy, ante la amenaza de ese enemigo invisible, tenemos que recluirnos en los espacios en los que nos sentimos y estamos más seguros.
«Solo existe el hoy. El futuro es tan irreal e incierto. Pocas veces una rutina pareció ser tan protectora y a la vez tan nociva. Una alarma despertadora es un constante recordatorio de empezar un día en el que todo permanece igual, en un mundo sostenido por la duda y la vulnerabilidad. Es el pedaleo de una bicicleta estática, por ahora. Poco importa si es lunes o jueves, salvo por las pequeñas cosas que todavía mantenemos como quehacer en una especie de consuelo metafísico. Ni el estómago ya nos recuerda las horas ni si es necesario comer tres veces al día. Pueden ser menos o más. Pueden ser tanto las once como las cuatro y da igual si hablamos de AM o PM. Las pantallas se volvieron el último esfuerzo para recordarnos que nuestra vida con otros sigue, así sea por un rato. Solo oyendo voces y a veces encendiendo una cámara que solo revela una especie de verdad a medias: la casa es la casa, aunque a veces la disfracemos de oficina».
Pedro decodifica muy bien la especie de deriva en la que ahora nos encontramos todos. Porque este encierro de alguna manera ha flexibilizado todas las normas que rigen el desarrollo corriente de los días. Ya a nadie le importa una mierda.
«Al menos nos distrae y nos entretiene la búsqueda incesante de información», dice Pedro, «y la llegada de anuncios y cosas que nuevamente alimentan esperanzas, incluso más que las que tienen que ver con el final del coronavirus. Quizá hemos padecido tanto el otro virus, que este nuevo poco nos afecta. Quizá hemos vivido tanto la historia, que somos espectadores nuevamente de lo mismo. A fin de cuentas, esta cuarentena nos recuerda que ya somos un país infectado. Somos un país enfermo».
Humberto Calderón Berti, escritor y el experto petrolero más importante que tiene Venezuela, vive hoy en Madrid, una de las ciudades más golpeadas por la crisis mundial. Su testimonio da cuenta de esa suerte de limbo en el que nos encontramos todos. «Por la diferencia de hora con América, me acuesto tarde. Igual me levanto tarde. Leo los mensajes que tengo y los respondo todos. Desayuno y leo la prensa. Almuerzo tarde. Hablo por teléfono con familiares y amigos. Luego leo un libro. Veo noticieros. Después de las diez de la noche veo televisión. Dedico mucho tiempo del día a pensar. Escribo y grabo mensajes. Hay que dedicarle tiempo a hablar con uno mismo».
La pandemia nos ha quitado —por un tiempo que, esperamos, sea corto— ese momento sagrado que permite concluir, noblemente, nuestras vidas. Nos ha alejado de tantos; pero también, como me dijo el filósofo Erik Del Bufalo, nos ha forzado a reencontrarnos con quienes vemos a diario. Él, por ejemplo, se ha transformado en profesor de primaria: «Me ha tocado, sobre todo, con la paternidad. Tengo dos hijas pequeñas a las que les mandan kilos y kilos de tareas al día. Su mamá y yo nos ponemos a hacerlas con ellas. Mi experiencia nueva, más radical, es la de ser profesor de mis hijas».
A vuelo rasante es fácil concluir, como lo hacen Kissinger y Harari, que el mundo jamás volverá a ser el mismo. Una salida a comprar lo necesario ahora se ve reprimida por una sofocante atmósfera, atribuible a cualquier film distópico. El miedo y la paranoia están ahí y vienen de la mano del recuerdo constante e insoportable de la fragilidad de nuestras vidas. Hablar sobre qué pasará es, por los momentos, mera especulación. Sin embargo, nos vemos comprometidos con un ejercicio, quizá el único que salve a la humanidad en el futuro: recordar.
«Si no podemos alzar la voz, susurremos; si no podemos susurrar, guardemos silencio y conservemos la memoria y los recuerdos. Que cuando lleguen los cantos —a punto de reproducirse— por la que ha venido a llamarse una victoria bélica contra la aparición, azote y propagación de este coronavirus, permanezcamos a un lado en silencio, con nuestra tumba interior. Que nuestra memoria sea indeleble, para que podamos algún día transmitirla a las generaciones venidera», dijo a sus estudiantes de la Universidad de Hong Kong el escritor Yan Lianke.