Para todos fueron imágenes difíciles de digerir. Cómo justificabas que él, Luis Almagro, quien se había convertido en una especie de Cid Campeador por la libertad suramericana, de repente andaba de afectos con el tirano boliviano, que ahora buscaba terminar de desmantelar la institucionalidad de su país.
Paseos por zonas cocaleras, ambos adornados por guirnaldas de hojas y flores. Sonrisas y una frase lapidaria que hizo que el mayor enemigo del Socialismo del Siglo XXI fuese celebrado por uno de los peones de La Habana: «Decir que Evo Morales no puede participar, eso sería absolutamente discriminatorio».
No todos los vieron. Quizá nadie lo vio. Pero la apuesta era gigante e implicó que Luis Almagro se iba a someter, ahora, al patíbulo en el que los verdugos eran sus otrora amigos políticos y halagadores, que por años le guardaron un inmenso respeto al secretario general de la Organización de Estados Americanos por su corajuda postura ante Cuba, Venezuela y la izquierda autoritaria.
El riesgo era tan grande como la apuesta. Implicaba la posibilidad de que no fuera reelegido y de que se cuestionaran sus principios, ética y coherencia. Que sus aliados circunstanciales lo empezaran a mirar con escepticismo y que eventualmente se convirtieran también en enemigos venenosos. Quizá pensó el secretario que valía la pena atravesar el sendero espinoso y someterse al acoso. Quizá pensó que su jugada era buena y que no importaba aceptar el riesgo.
De hecho, aunque casi nadie lo entendió en su momento, el cálculo de Luis Almagro era bastante simple: en Bolivia habrá elecciones pese al resultado del referéndum constitucional de 2016. Sí o sí. Además, contarán con el aval de los principales partidos opositores a Evo Morales. Es decir, ellos legitimarán esas elecciones. Como estamos frente a la presencia de un tirano, lo evidente es que habrá fraude y saldrá Evo ganador. El dilema que Almagro solucionó como estadista fue: ¿qué preferimos? ¿Unas elecciones bajo la observación de la OEA o sin ella?
Siempre las sociedades que aspiran a ser libres, deben invertir sus esfuerzos en lograr un detonante, ese momento clave que provoque tanto, y esperar a que, con el chispazo, se conjuguen todos los elementos que terminen resolviendo el conflicto. Las elecciones del 20 de octubre podían serlo y, a propósito, la OEA de Almagro planeaba jugar un papel fundamental.
Muchos se molestaron con la Organización de Estados Americanos y su amparo del proceso electoral, por lo que mantuvieron el escepticismo incluso cuando la OEA se ofreció para auditar los muy cuestionados resultados con los que Evo se ungió triunfador.
Las denuncias de fraude y la firmeza del opositor Mesa lograron agitar a un país hastiado del paulatino desmantelamiento de su democracia y aterrado ante la inminente consolidación de un autoritarismo cuasi totalitario como el chavista. No obstante, fue el informe de la OEA, en el que frontalmente los auditores denunciaron la vil manipulación de los resultados, el gran punto de inflexión en Bolivia. Como una especie de efecto dominó, luego de la publicación del texto todo el mundillo institucional de Evo Morales empezó a derrumbarse.
Renuncias de ministros, alcaldes y embajadores. Expresiones de rechazo por parte de la policía y una fortísima declaración del alto mando militar boliviano: «Le aconsejamos renunciar a Evo». En principio la respuesta del cacique fue astuta, pero no le valió de mucho: ofreció repetir las elecciones, por supuesto sin alterar los elementos con los que se proclamó ganador, e iniciar un proceso de diálogo con la sociedad civil que ya empezaba a sacarlo a patadas del Palacio Quemado.
No pasaron muchas horas cuando el tirano ya andaba desesperado por protección de alguno de esos delincuentes en el poder que llama amigos. El México de López Obrador salió a ofrecerle el asilo y, por lo que leo a esta hora, Evo lo aceptó. Solo tienen que concederle el salvoconducto.
Fueron principalmente dos factores los que se alinearon para que Bolivia se aventurara en el proceso de recuperar su libertad: primero, las Fuerzas Armadas se apegaron a la institucionalidad y dejaron solo al dictador —es decir, Evo perdió el monopolio de la fuerza y la represión—; y, en segundo lugar, el liderazgo de Mesa estuvo a la altura y se mantuvo firme en su premisa de que Evo había cometido un delito y que con delincuentes no se negocia.
De cualquier forma, el gran turning point de esta historia fue el informe de la Organización de Estados Americanos —que pudo publicarse gracias al aval que la organización había dado a las elecciones—.
Hoy no solo celebran los bolivianos. Todos los latinoamericanos los acompañamos en su gran triunfo ante el autoritarismo rojo. El Socialismo del Siglo XXI no anda tan macizo como se creía. Y tantos festejamos porque los bolivianos supieron aprovechar el impulso que les dio Almagro. Salió muy bien, afortunadamente para todos, la brillante jugada del uruguayo.