“El Ministerio de la Defensa informó hoy sobre un ataque terrorista realizado el 26 de marzo, desde la ribera venezolana del río Arauca, en el sector La Yuca, contra unidades militares colombianas, generando heridas a un infante de Marina. Los militares colombianos con la necesaria prudencia evitaron una reacción de fuerza hacia territorio de Venezuela“, se lee en un comunicado de prensa de la Cancillería de Colombia.
El texto concluye: “El Ministerio de Relaciones Exteriores en nombre del Gobierno nacional, rechaza enérgicamente la ocurrencia de este tipo de acciones terroristas”.
Rechaza. Y ya. No es la primera agresión, de hecho. Supimos que el pasado 23 de febrero los matones del régimen de Maduro llegaron a disparar hacia territorio colombiano. En ese momento, también hubo rechazo. Otra agresión desde Venezuela hacia Colombia y el Gobierno de Iván Duque solo publica comunicados de condena.
Ahora ando en Medellín. Estuve varios días en Bogotá. La discusión sobre una eventual intervención militar en Venezuela para deponer a Nicolás Maduro, se ha vuelto parte inherente del debate político en los medios y en la calle. Los conductores de Uber me lo han dicho: “Hay que sacar a ese hijueputa“. Se refieren a Maduro, a quien todos ya identifican como un verdadero hijo de puta.
Pero no hay consenso sobre cómo sacarlo. Nuevamente, la discusión es la intervención —que ya no sería intervención, como ha dicho Juan Guaidó, sino cooperación—, pero unos dicen que sí y otros que no. Y los que no, blanden argumentos sensatos, convincentes y casi irrebatibles: por qué debe Colombia enviar soldados a otro país, por qué lanzarse en ese rollo, cómo meterse en un lío bélico si acá ni hay plata ni hay trabajo, y cómo hacer algo sin tener la certeza de que eso vaya a solucionar algo.
Pero los colombianos (muy pocos, hay que insistir) no comprenden aún la inmensidad y las proporciones, no solo de la tragedia, sino de las consecuencias para Colombia de no resolver la tragedia.
Al appeasement, a esa peligrosa política conciliadora, jugó Europa por unos añitos. Todos sabemos qué pasó. Piden evitar el inminente —insisto, inminente— conflicto en Venezuela por miedo a que el país suramericano termine convirtiéndose en otra Irak, Libia, Siria o Vietnam.
Pues Venezuela será otra Irak, Siria, Libia o Vietnam si, de hecho, no se pone punto final pronto a la tragedia. Hay fuerzas que aprovechan los tiempos, la holgura y la calma para escurrirse, penetrar y solidificar la anomia. Esa peligrosa anomia que, en días o meses, sin agua, sin energía y sin comida, convertirá a Venezuela en un Estado fallido al modo oriental.
Y entonces, cuando se tenga el peor escenario, el de Venezuela vuelta nada, con el tren Guaidó descarrilado y otra gran oportunidad perdida, las consecuencias para Colombia y la región serán, también, devastadoras.
Diga, amigo-que-no-quiere-por-nada-una-intervención-porque-qué-miedo, qué hará cuando su país tenga que recibir cuatro millones más de venezolanos —según austeras estimaciones para el próximo año—. Cuando aumenten los índices de criminalidad y enfermedades que retomamos en Venezuela se empiecen a esparcir. Y no es una amenaza. Es la proximidad de una realidad.
Qué hará, entonces, cuando todos estos grupos terroristas como el Ejército de Liberación Nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia se fortalezcan en territorio colombiano gracias a, precisamente, el respaldo financiero que tienen en Venezuela —episodios recientes como el atentado en Bogotá serán solo un asomo de lo que vendrá—. Qué se hará cuando otros fundamentalistas como Hezbollah, gracias al amparo del régimen de Nicolás Maduro, se fortalezcan y cuelen por toda la región.
Más que para Estados Unidos —por los daños irremediables del narcotráfico y la vergüenza de tener una región infiltrada por Rusia, China e Irán—, para Colombia la tragedia venezolana es una amenaza a su seguridad nacional. Entonces, la resolución del problema se vuelve tarea prioritaria. Porque, en cambio, en unos meses, la conclusión de todos los problemas de Colombia, los más graves al menos, eventualmente pasarán por el cambio de sistema en Venezuela. Pero allí, cuando ya se tenga un Estado fallido muy similar a esos fantasmas orientales, la oportunidad se habrá desvanecido y el favorable contexto regional habrá cambiado.
Colombia, como ningún otro país, tiene real casus belli para entrar a Venezuela. Ha sido el brutal impacto demográfico, el fortalecimiento de grupos terroristas, los carteles del narcotráfico; pero, ahora, son las agresiones directas.
Si no desea entrar, no lo haga. Si tampoco desea enviar soldados, no lo haga. Pero debería apoyar una misión militar que coopere con el Gobierno de Juan Guaidó.