Aunque el desplome de la Unión Soviética era inminente, nadie pudo anticipar la caída del Muro de Berlín. El 9 de noviembre de 1989 se había generado die wende —o el cambio–. Se marcaría, entonces, un punto de quiebre. De ahí en adelante, solo se orquestaría la disolución de la potencia comunista.
Desde hace varios años el decadente Estado socialista ya daba muestras de descomposición. Agonizaba. Y Fidel, desde Cuba, se preparaba. Pero no preparaba a la isla; sino que se disponía a asumir otras estrategias para lograr la estabilidad de su régimen autoritario, sin la necesidad de ceder en el pleno control del Estado sobre la sociedad cubana. Es decir, buscaría la forma de mantener sólido el totalitarismo, aunque tuviese que prescindir de la Unión Soviética.
Unos meses antes de que tumbaran el denominado «Muro de Protección Antifascista» en Alemania Oriental, Castro recibió en Cuba al principal candidato presidencial de la izquierda en Brasil: el sindicalista Luiz Inácio Lula da Silva. El comandante Barbarroja, Manuel Piñeiro, se lo llevó a Castro y le dijo: «Les presento al futuro presidente de Brasil» (Sánchez, 2014). Lula viajó a La Habana con el fin de recibir oficialmente el respaldo del principal líder de la izquierda mundial. Pero, además, ese encuentro sirvió para establecer las primeras bases de la constitución de un verdadero movimiento político e ideológico en la región.
El sindicalista brasileño lideraba todas las encuestas, pero al final, en la segunda vuelta, celebrada el 17 de diciembre de 1989, salió derrotado frente al candidato conservador Fernando Collor de Mello. Sin embargo, había sido un gran avance para la izquierda. El movimiento de Lula, el Partido de los Trabajadores, se había convertido en una fuerza política con influencia considerable en Brasil. Y, de esa manera, en una de las principales organizaciones de izquierda de la región.
Ya no era Cuba contra el resto. La conformación de un foco importante en Brasil le daba a la izquierda latinoamericana una oportunidad para responder al desmoronamiento de la Unión Soviética. Lula dejó de ser un líder local para trascender. Era popular y querido. Fidel, astuto, entiende la coyuntura y decide, finalmente, aliarse con el Partido de los Trabajadores. No permitirían que la historia terminara, como suponía Francis Fukuyama en su obra The End of History and the Last Man. El conflicto debía seguir.
Para julio de 1990 se organiza una serie de conferencias en La Habana a la que asisten la mayoría de los movimientos comunistas y de izquierda de la región. Las presiden Lula y Fidel. Al final, se decide establecer lo que luego se oficializaría en Brasil como el Foro de São Paulo. El Partido Comunista de Cuba asume la dirección del recién instituido grupo, cuyo fin era agrupar las intenciones y esfuerzos de toda la izquierda de la región para poder expandir la influencia en Latinoamérica a través de la toma del poder político, acudiendo a otras vías alternas a la violencia. Si en los sesenta La Habana promovería las guerrillas y la lucha armada, ahora se buscaría la propagación del comunismo por medios tradicionales.
De los encuentros en Cuba, se aprende a descartar lo odioso y mal visto, para empezar a blandir prácticas e ideas más afables. Aún el comunismo no había tomado el poder; pero la izquierda, de alguna manera, sí había gobernado en la región a través de la socialdemocracia. No era lo que los comunistas del Foro de São Paulo pretendían, pero por ahí era la ruta. Al final se entiende que el leninismo no es tan atractivo como las ideas de Bernstein, Brandt o Lassalle. Se decide que la corriente a empuñar es el socialismo. Abstracto, pero una denominación más abordable. A fin de cuentas, quien estaba detrás era el mismo que en Cuba había ejecutado e impuesto la miseria. Durante la clausura de un encuentro del Foro, Fidel habló. En el discurso empleó la palabra «socialismo» 18 veces. En esa ocasión, a pesar de ser el primer secretario del Partido Comunista de Cuba, no habló nada de «comunismo».
Antonio Sánchez García es un filósofo, historiador y ensayista que ha abordado el tema ampliamente. Sobre el Foro de São Paulo escribe: «[El propósito era] llenar el escatológico vacío dejado por la desaparición de la Unión Soviética como principal sostén material del comunismo mundial (…) Una operación de alto calibre, orientada a responder a la confundida feligresía de los partidos, centra- les sindicales, movimientos de masa, organizaciones de la sociedad civil y movimientos armados procedentes de la izquierda marxista hasta entonces administrados por el eje La Habana-Moscú y huérfanos de toda dirección estratégica» (García A. S., 2014).
«La importancia de Lula da Silva y su equipo de asesores provenientes del trotskismo, radicaba en la comprensión de un fenómeno crucial impuesto por la brutal derrota de la vía armada: la necesidad de imponer una línea pacífica, constitucional y electoralista, aparentemente anti- comunista e inmanente al sistema, flexible y adecuada a las características específicas de cada nación, de modo de apoderarse de los respectivos Estados desde dentro de sus instituciones y actuar en función del campo de maniobras y que dejarán la crisis de los respectivos sistemas», señala Sánchez García (2014).
Por último, continúa el historiador: «La primera pieza del ajedrez regional a conquistar por el Foro de São Paulo sería Venezuela. Joya de la corona de las ambiciones de Fi- del Castro debido a su posición geoestratégica privilegiada hacia el Caribe y los Estados Unidos, al mismo tiempo que corredor natural hacia la región andina y amazónica; dueña de recursos petroleros como para financiar la gran operación de reconquista que planeara desde mucho antes del asalto al poder en 1959» (García A. S., 2014).
Se había definido el rumbo. La idea ahora era asumir las vías tradicionales y constitucionales como estrategia para lograr la toma del poder y la expansión del dominio de Fidel Castro en la región. Aunque Lula intentara imponerse; no había lugar para otro líder en el Foro. El cubano asumiría la directriz de un movimiento que buscaría posicionar candidatos y fuerzas políticas en toda Latinoamérica.
En Brasil ya había conseguido al aspirante; ahora Fidel necesitaba a alguien en Venezuela que fuese conocido. Necesitaba impulsar a alguien. Volverlo popular para concretar el objetivo de años. Y eso no solo se lograría con el éxito de una acción violenta y arriesgada. Tal vez el fracaso también podría funcionar.