No recuerdo bien. Debían ser entre las dos y tres de la tarde. La avenida Francisco de Miranda de Caracas estaba en caos. Una baranda que se suponía debía dividir los canales de la arteria, estorbaba el paso sobre el asfalto. Basura por todos lados. Escombros. Lo que sea que pudiera servir para obstaculizar la marcha arrolladora de la Guardia Nacional y la Policía Nacional Bolivariana.
La lluvia se mezclaba con el olor picante del gas lacrimógeno. Y todo contribuía con el dramatismo de la delirante realidad. Quienes no se atrevían a empuñar una molotov y a esconder su rostro tras una franela, golpeaban los postes de luz con piedras, generando un ruido inquietante que a la vez servía como banda militar para acompañar y dar fuerza a los jóvenes de la primera línea. Parecía una escena de Apocalypse Now y el Ride of the Valkyries de Wagner al momento del bombardeo: «I love the smell of napalm in the morning». Pero el del gas lacrimógeno no era tan fascinante.
Pese a todo el esfuerzo que se pudiera invertir, pese a cualquier apoyo y el acompañamiento sublime de los tambores, las vuvuzelas y el sonido de las piedras contra los postes, era imposible detener la marcha de los monstruos chavistas de acero. Una fauna imparable de animales. La ballena, el murciélago.
Ya para ese momento había perdido a quienes estaban conmigo. Los compañeros de la contienda. Aquellos con los que, a pesar de lo breve de la relación, había forjado alguna especie de camaradería sostenida sobre el compromiso de que se encontrasen bien. No lo sabía. Me angustiaba. Pero ahora solo debía preocuparme por mí.
La marcha de los guardias continuaba. Diez minutos antes estaban a la altura del Centro Comercia Chacaito; pero ahora ya se acercaban al Hotel Embassy. Uno podía mantener cierta distancia que le garantizaba seguridad. Sin embargo, no podía escapar del nerviosismo que generaba el sonido de las detonaciones y los disparos. Existía el miedo de que al llegar a la casa —o a algún sitio con señal— uno se enterara de la muerte del día. Del joven que quizá vio durante la marcha y que terminó convirtiéndose en el sacrificio necesario que exigía el terrible Dios tiranía.
Cuando la fauna de animales de metal llegó a la altura del Hotel Embassy, un grupo de motorizados de la Policía Nacional Bolivariana apareció en la avenida Francisco de Miranda por la calle Naiguatá. Es decir: quedamos atrapados entre los funcionarios de la Guardia y los de la Policía. Como cincuenta efectivos por un lado, lanzando bombas lacrimógenas. Y otros cien por la avenida, con sus ballenas, sus escopetas de perdigones y su barbarie.
Confieso que durante los días que me tocó estar en las calles, jamás asumí por completo el rol de prensa. No me lo creía y no sabía cómo desempeñarlo. Prefería la vulnerabilidad del manifestante. Pero ese día tuve la obligación de blandir el chaleco con las letras grandes en blanco. De mostrar el carnet, alzar las manos y huir con rapidez mientras aguardaba el impacto en alguna pierna. Afortunadamente jamás llegó.
El susto fue inmenso. Luego el remordimiento me abrazó porque había dejado detrás a un grupo como de cien personas. Recuerdo el desespero del momento: como por un lado estaba la Guardia y por el otro la Policía, unos intentaron inútilmente entrar al Hotel Embassy. Luego, saltar a la Avenida Libertador —una intrepidez que le pudo costar la vida al exasperado—. Juré que durante esos minutos el régimen había conseguido su víctima. O al menos había logrado herir demasiado. Afortunadamente tampoco fue así.
Entendí que la jordana había acabado. Aún algunos coléricos insistían en provocar anarquía. Pero ya yo no podía ni con los pies ni con lo agobiante que había sido el día. Al alejarme del gas y la tensión, hice unas llamadas. Los miembros del grupo que una hora antes había perdido, estaban todos bien. También habían atravesado un susto inmenso.
Pero como todos los días en los que uno se apartaba de los medios por tener que sobrevivir a la barbarie de la guardia nacional, al conquistar la calma física luego de horas de angustia, una desesperación se imponía: a quién habrán matado hoy.
Ese siete de junio asesinaron a Neomar Lander en la Avenida Libertador, a pocos metros de donde estuve unos minutos antes.
Ya es un año de eso. Y es duro. Es duro porque, aunque uno siempre suele estar a pocos metros de donde el régimen se cobró su víctima del día, el asesinato de Neomar marcó un hito en la etapa de manifestaciones de 2017.
Era un niño de 17 años. Cuando lo asesinó la Guardia Nacional Bolivariana, estaba solo. Solo frente a un tropel de inhumanos, armados hasta los dientes. Él, solo empuñando un fuego artificial.
Hace una semana tuve el privilegio de ver a la valiente Zugeimar Armas, madre de Neomar. Asistió a la premier del corto documental “Fallecidos por protestar”, parte de la campaña «Nunca Jamás en Venezuela» de la organización no gubernamental Sin Mordaza. Zugeimar, exhibiendo su admirable entereza, se puso de pie frente a un grupo de cien personas para hablar sobre el asesinato de su hijo.
Pidió, entre todo, que jamás olvidemos la lucha de Neomar. Tampoco la de Juan Pernalete, la de David Vallenilla y la de Fabián Urbina. La de ninguno de los más de ciento cincuenta asesinados en 2017 por ejercer su legítimo derecho de la protesta. Pidió, también, el respaldo a otra causa: la de la justicia.
Y de eso se trata. Primero, de no olvidarlos. A ninguno. Ni a Neomar, un niño de 17 años que pudo haber disfrutado su graduación en el colegio y sus primeros días en la universidad; ni a Leonardo González, un esposo y padre de familia.
También, de comprometerse con su campaña por la libertad de una nación. Y, por último, de hacer todo, absolutamente todo lo posible, por brindar justicia a Zugeimar, a Jose Pernalete, a David José Vallenilla, a Iván Urbina y a todos los familiares a quienes la tiranía les ha arrebatado lo más valioso.
“La lucha de pocos vale por el futuro de muchos”, llegó a decir Neomar Lander.