El régimen enterró a Óscar Pérez; pero al mismo tiempo, y en contra de su voluntad, ha despertado un fenómeno. Peligroso y esperanzador.
Con la incalculable torpeza con la que la dictadura de Nicolás Maduro manejó, primero, la masacre de El Junquito; y, posteriormente, las opiniones, la muerte, el trato a las evidencias y el destino de los cadáveres; se ha forzado la edificación de lo indeseable para la tiranía: un símbolo y, además, una orientación para la contienda. Se erige un estandarte, meritorio del respaldo de miles de venezolanos, ahora representados.
Óscar Pérez irrumpió en el escenario público a finales de junio del año pasado. En ese momento inició la hazaña. Actos románticos, emblemáticos y, sobre todo, pedagógicos. Con el secuestro de un helicóptero, y el ataque con granadas sonoras a instituciones del Estado, llamó a toda una sociedad a rebelarse. Mientras sobrevolaba la capital, agitó una bandera: la de la desobediencia.
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Publicó videos. En todos ellos, convocaba a la insurgencia. Hablaba a los funcionarios del Estado. Les pedía que abandonasen a criminales y se sumasen a la rebelión. Una rebelión contra la tiranía. “Nos encontramos en Caracas, listos y dispuestos a continuar con la lucha férrea por la liberación de nuestra patria. Nos acogemos al artículo 333 y 350 de nuestra Carta Magna. Queremos aclarar: las maniobras del 27 de junio fueron logradas a la perfección (…) No hubo daños colaterales porque así fue programado. No somos unos asesinos como lo son usted: Maduro y Cabello (…) Quiero preguntar si el ego es abandonar a nuestras familias, a nuestras padres, nuestros hermanos, nuestro entorno social, abandonar todo lo material e irnos al anonimato por la convicción ferviente de liberar a nuestro pueblo”, dijo Óscar Pérez el cuatro de julio del año pasado.
Luego nos fuimos enterando: Pérez no era simplemente un funcionario que representaba el descontento de una institución; sino que además, se trataba de uno ejemplar. Fundó la Brigada Canina del CICPC, se formó en Europa, era jefe de operaciones de la División Aérea de la Brigada de Acciones Especiales. Buzo y paracaidista; y también dirigía una fundación encargada de atender a jóvenes indigentes y enfermos. Parecía gozar de un historial inmaculado.
En diciembre asaltó un cuartel de la Guardia Nacional Bolivariana. Fue otro procedimiento impecable. Inteligente, lo grabó todo y lo difundió. En los audiovisuales todos pudieron presenciar cómo fue lo que el régimen catalogó como un acto terrorista: destrozó efigies de Chávez y Maduro, sermoneó a los soldados, les pidió respaldar la liberación de Venezuela y abandonar a los criminales. “Comiencen a tener conciencia, hay que defender al pueblo, no a esas ratas ni a esos narcotraficantes (…) Ustedes se están muriendo de hambre, ¿y por qué no han hecho nada? ¿por qué siguen protegiendo a unos terroristas de verdad? ¡Son unos irresponsables! La omisión los hace cómplices (…) El pueblo es la verdadera fuerza (…) Que Dios les ayude a abrir sus corazones. Estamos haciendo esto por ustedes mismos, para que Venezuela sea libre”, les dijeron a los soldados. No se derramó ni una gota de sangre. Al final, secuestró las armas; pero no para usarlas, sino para que la tiranía no pudiese empuñarlas contra los ciudadanos.
Desde el principio, Óscar Pérez y su grupo, no solo se debieron enfrentar a la persecución y a la represión del régimen; sino también al escepticismo de toda una sociedad, que también lo marginó y menospreció. Pero no desistió. Se mantuvo firme hasta el final. Firme hasta que, el quince de enero, lo masacraron a él y a su grupo.
La tiranía pervirtió el cuerpo de Óscar Pérez y a sus familiares los agredieron moralmente, hasta que se concretó un entierro forzoso, en la madrugada de este 21 de enero. Pero mientras, todo un movimiento era forjado. Impulsado por la rabia, la indignación y la tristeza. La dictadura, torpemente, vuelve a presentar una oportunidad única a toda una sociedad.
Los que lo despereciaron desde un principio y los que siempre lo aplaudieron. Todos ahora se veían unidos para condenar al unísono el dantesco crimen y para solidarizarse con los familiares de Óscar Pérez y los demás sublevados. De repente, el inspector del CICPC se convertía en una parte esencial de la mayoría de los venezolanos. Un sentimiento general, cristalizado en el corazón de una ciudadanía que presenció horrorizada su ajusticiamiento.
Son pocos los necios que ahora cuestionan sus métodos. Las hazañas de Óscar Pérez, pulcras y enmarcadas en valores, brindan a toda la sociedad una gesta heroica con la cual se pueda identificar. Una gesta que, además, debe ser continuada.
Óscar Pérez demostró, a lo largo de los siete meses que se mantuvo en rebeldía, que su lucha se basaba en principios inamovibles. Que su objetivo era el rescate de la libertad de todos los venezolanos y que era una contienda que trascendía cualquier interés personal. No se sublevó por elecciones ni por parcelas de poder. No lo hizo para que a algún político se le otorgara un cargo. Lo dejó muy claro: su lucha era por la libertad. Y en ese proceso golpeó al régimen en su orgullo.
Ahora la tiranía pretende suprimirlo. Enterrarlo, desprestigiándolo y doblegando a quienes lo respalden. Pero sin querer, lo ha convertido en un símbolo. Sus ojos suplantan el oscurantismo de los de Hugo Chávez y se erigen como bandera de una contienda. Pero no se trata de alzar las armas, sino de que cada quien resista a la barbarie desde su espacio. Que se oponga. Es una gesta auténtica, valiente, y profesional.
Pérez también demostró que en el país sí existen venezolanos que pueden luchar por una causa. Venezolanos dispuestos a dar su vida por principios y por su libertad. Lo demuestra como lo hicieron el año pasado los más de cien jóvenes también asesinados; y esto es invaluable. Demuestra, también, que la violencia no es el camino; pero que sí lo es la confrontación.
El inspector, muy superior a la mayoría de los funcionarios del país, pudo hacer un mayor daño físico al régimen. No lo hizo; y en cambio, prefirió asestar golpes mucho más letales. Su gesta, romántica y aparentemente ingenua, es una declaración capaz de destruir completamente al régimen: en Venezuela existe el bien y se puede alzar sobre el mal. Existen buenos venezolanos. Intachables, capaces de entregar su vida por sus convicciones. Eso lo demostró Pérez y fue su gran triunfo.
Ha logrado brindar identidad a esa resistencia personal de cada ciudadano. El régimen lo ha convertido en un símbolo, capaz de sumar indignados a su causa y de aglutinar las voluntades que se oponen a la opresión. Es una gesta que no puede ser abandonada: la lucha de los principios frente al deshonor y la ruindad.