Tal vez todavía es muy temprano para desmenuzar una historia tan reciente. No obstante, el fogaje de los hechos permite un maravilloso y alarmante encuentro con la realidad. Solo basta recopilar las acciones, decisiones y declaraciones para darse cuenta que la última, no es más que una historia de una complicidad insistente.
Inició el año pasado —la más reciente, por supuesto, esta nueva coyuntura— con el proceso del referendo revocatorio. Había otras alternativas, pero se decidió, desde la Asamblea Nacional y desde los partidos, invertir todos los esfuerzos en la realización del referendo. Se firmó, atravesando los más inaceptables impedimentos posibles. Esa había sido la decisión de la dirigencia, y debía ser apoyada.
Pero el tiempo jugaba a favor de la realidad, y esta se iba imponiendo poco a poco. Era claro que el régimen haría lo posible para impedir la ejecución de un proceso que no le favoreciera. Fueron, poco a poco, desmontando el referendo revocatorio —alternativa a la que solo los ingenuos le apostaban—. No daban fechas y la dilación incomodaba. Ya se alzaba el fraude; dejando sin alternativas a una dirigencia que parecía dedicada al embellecimiento de un cadáver.
La ciudadanía ya percibía lo inminente. Sabía lo que iba a ocurrir y empezó a presionar. Se sentía. La gente quería imponerse. Necesitaba forzar los escenarios. Y entonces, la dirigencia, en medio de la incómoda coyuntura que le brindaba tanto la dictadura como las gentes, cedió: convocaron a una masiva manifestación para el primero de septiembre que denominaron «La gran toma de Caracas». Las expectativas eran altas, y así fue vendido. Se trataba de un evento que, según los mercaderes, marcaría un hito en el proceso de lucha contra la dictadura. Era, finalmente, un acto de civismo que podría ser verdaderamente efectivo. Era lo que la ciudadanía quería: ver gente en la calle, tratando de forzar los escenarios.
Al final, más allá de la sublime exposición de voluntades, no hubo victoria política real. No hubo avances. No hubo logros. A las dos de la tarde, la misma dirigencia pidió (exigió) a la gente devolverse a sus casas —los que no, infiltrados—. La gran toma de Caracas terminó convirtiéndose en el placebo de los radicales. Pero se siguió mercadeando como un éxito. No lo fue. El objetivo era presionar a la dictadura para ofrecer fecha del referendo revocatorio. Aquello no ocurrió.
Pudo la dirigencia en ese momento aguantar a la sociedad hastiada. Pero el régimen no continuaría colaborando con esa empresa. A finales de octubre, decidieron —en un acto de torpeza— terminar de dinamitar el referendo revocatorio. Volvían a forzar los escenarios a favor de la ciudadanía. Brindaban una nueva oportunidad a la gesta libertaria e imponían una coyuntura incómoda a la dirigencia: luego de tanto esfuerzo, se quedaron sin el referendo y debían responder. Era hora de actuar. No podían continuar retardando lo ineludible. Y ya la gente, por supuesto, no toleraría más alcahuetería. Era hora de la calle.
Se volvió a ceder a la presión. La dirigencia convocó par de protestas, que solo terminaban en el este de la capital —bien lejos del centro de poder, al oeste—. Y en un momento, con Capriles en tarima, los líderes tuvieron un encontronazo con la realidad: abucheos y gritos. También insultos. La gente, hastiada, exigía marchar a Miraflores. Pedían a gritos resolver el rollo, o al menos intentarlo. Era la acción más radical, que solo constituía una respuesta al criminal secuestro del revocatorio.
En esa oportunidad Capriles respondió: se marcharía a Miraflores, seguro, pero no ese día —capaz tenían la agenda ocupada por algún almuerzo en el Maute Grill—. Entonces se convocó a una marcha para el jueves tres de noviembre. La gente no reviró. Entendió y aceptó. Otro placebo para los radicales.
Por fin se iba a producir la tan esperada marcha a Miraflores. La última vez que se intentó, el expresidente Chávez terminó en una isla secuestrado. La gente estaba harta. Sabía los costos que aquel atrevimiento significaba, pero estaba dispuesta a ser voluntaria. Al fin y al cabo, la desidia diaria venezolana arrebata más almas.
Se escuchaba y veía. La gente, asustada, se preparaba para el gran encuentro. Parecía que sería la batalla final, aquella que acabaría con la contienda y devolvería la libertad a Venezuela. Otros pensaban en el inicio de la última fase. Un nuevo proceso que indudablemente terminaría en lo mismo, a pesar de la tragedia —también inevitable—. Pero a dos días de producirse el gran encuentro al que Maduro tanto le temía, surgió la desdicha: sin que nadie lo avisase, y a pesar de las constantes negaciones, nuevamente la oposición oficial y el chavismo estaban estrechando las manos en un lujoso hotel de Caracas. La excusa: el Vaticano lo había pedido. Y así, con un nuevo diálogo —luego de varios «prediálogos» y «encuentros exploratorios»—, se suspendió la marcha a Miraflores.
El proceso de negociaciones obviamente fue infructuoso, pero se trató de prolongar hasta el final. Duró todo el mes de noviembre y todo diciembre. La dictadura no cedió, el Vaticano se paró de la mesa y la dirigencia, nuevamente humillada. La oposición se quedaba sin capacidad de maniobra. La realidad, siempre tan oportuna, se iba imponiendo poco a poco. Y la realidad era: no es posible dialogar con criminales, sin ninguna condición; es ingenuo pretender una salida electoral de un régimen criminal como el chavista.
La situación estaba en una especia de stand by político. Se mantuvo así por varias semanas, mientras que se permitía a la dejadez y a la miseria actuar: la crisis se acentuaba con el tiempo y cada vez se hacía más urgente la necesidad de hablar de «crisis humanitaria».
Pero el régimen, altivo, volvió a cometer otra torpeza que impuso una nueva oportunidad: a finales de marzo de este año el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) asumió las competencias del Parlamento venezolano. Un terrible golpe de Estado que derogó el último vestigio de República que quedaba. Nuevamente surgía una pertinente ocasión.
La ciudadanía se mantuvo expectante y también la dirigencia oficial. Mientras, se dejó a la comunidad internacional actuar. El día de la infamia la condena fue inédita. Naciones, comunidades enteras y líderes mundiales se pronunciaron en contra de la aberración. El escándalo fue mundial y forzó a Nicolás Maduro a llamarle la atención al TSJ. Pero ya no podía hacer nada.
Al día siguiente de aquel 30 de marzo el chavismo colapsó. Cancelaron ruedas de prensa y ninguno salía a declarar; a excepción de una, que aprovechó la nueva coyuntura para abordar el último vuelo: la fiscal general Luisa Ortega Díaz, en una sorprendente declaración a los medios, denunció la ruptura del hilo constitucional.
La tensión aumentaba sustancialmente. Era una oportunidad de oro para la ciudadanía —y una circunstancia desagradable para una dirigencia que no sabía cómo responder—. Y finalmente ocurrió el acontecimiento que dio inicio a la más heroica gesta que se ha alzado en el país: un grupo de diputados, a espaldas de sus partidos, decidió acudir a la Defensoría del Pueblo para reclamar el abuso del Tribunal. No hubo respuesta por parte de Tarek William Saab; pero sí de un grupo de bárbaros: chavistas que esperaron a los diputados y los atacaron. Ese día casi asesinan al joven dirigente Juan Requesens. Ahí inició el movimiento.
El asedio a los diputados demostró a la ciudadanía que aún existían dirigentes en los que se podía confiar. Fueron un grupo de chamos que, sin necesidad de hacer una convocatoria ni de teatro político, trataron de exigir el respeto de sus derechos y recibieron agresiones. Aquello conmovió al país y despertó la protesta en la calle: desde el hospital, Requesens convocó a una masiva manifestación hacia la Defensoría del Pueblo. La gente acudió y de ese día se viralizaron las imágenes que terminaron de solidificar el movimiento que estaba naciendo: diputados devolviendo bombas lacrimógenas; diputados auxiliando a otros diputados heridos.
Por primera vez, desde 2014, la ciudadanía podía contar con una dirigencia que sí diera la cara. Una dirigencia que padeciera tanto como al joven al que lo atiborran de perdigonazos y gas lacrimógeno.
Muertos hubo desde el primer día. Asesinados, detenidos, torturados; pero el civismo se mantenía latente en las calles. Así hasta el 19 de abril, cuando millones de venezolanos se expresaron. Ese día también la represión fue amplia. Dos muertos: uno en Caracas y una joven en Táchira. Pero aquello era imparable. La gente, con sus diputados, continuaba resistiendo. El movimiento se hacía cada vez más vanguardista y menos infantil.
La protesta continuó por varios meses, hasta que de repente se empezó a estancar. La represión ya cobraba vidas por día y no se percibía ningún avance. En Caracas los enfrentamientos siempre terminaban en Bello Monte, todavía el este de la capital.
Debido a la atrofia, se hacía urgente la necesidad de otras alternativas más radicales. La gente exigía otras vías, otras formas de protestas. En medio de todo, una tesis, la del doctor Juan Carlos Sosa Azpúrua, cobraba fuerza: el abogado pedía a la Asamblea Nacional la conformación de un Gobierno de transición, se marcharía a favor de este Gobierno y se pediría el respaldo internacional. En síntesis, se buscaría acelerar los hechos. Buscar un acontecimiento. Fue una proposición altamente denostada por la dirigencia. Diputados insultaron a Sosa Azpúrua, diciendo que era una ingenuidad pedir “fórmulas mágicas”. En cambio, se convocaba a otros tipos de protesta: trancazos de cuatro horas; luego de seis horas; luego de ocho; y luego de dos horas (¡!).
La protesta fue mermando porque las convocatorias empezaban a no estar a la altura de la coyuntura y el costo seguía aumentando. La tesis de Sosa Azpúrua continuaba agarrando fuerza, y otros activistas sugerían otras rutas para marchar. También otro tipo de protesta. Eran ignorados. Un día hubo una, realmente exitosa, que no contó con el respaldo de la dirigencia: se convocó a una manifestación al TSJ y se pidió a la gente asistir por su propia cuenta. Al final más de 1.000 personas lograron concentrarse. Un hecho inédito, pero la dirigencia jamás apareció. Fue una victoria de la que ni siquiera se hizo alarde.
Mientras, amenazaba la imposición de la Asamblea Nacional Constituyente. Llega julio y cada vez se hace más probable la derogación de la República y la consumación del totalitarismo. Pero surge una oferta que renueva las esperanzas: la celebración de un plebiscito en el que, primero, se rechazaría la Constituyente; segundo, se daría una exigencia a los militares; y tercero, y más importante, un mandato a la Asamblea Nacional: la conformación de un Gobierno de unidad nacional a través de la renovación de los poderes —pese a las injurias, la tesis del doctor Sosa Azpúrua fue tomada en cuenta—. Y, además, una vez obtenidas las voluntades, se acompañaría todo esto con la convocatoria de una «Hora Cero»: serie de protestas simultáneas que no cesarían y cuyo fin sería dar la última estocada al régimen.
El acto se dio y fue un logro inédito. Ese 16 de julio el civismo se esgrimió de la manera más sublime posible. Dentro y fuera de nuestras fronteras. Más de siete millones de almas respaldaron los tres puntos del plebiscito. Y también hubo un espaldarazo de la comunidad internacional. Finalmente había llegado el momento esperado. Se trataba de la última semana antes de la Constituyente, por lo que eran los días más tensos y decisivos desde que iniciaron las protestas.
Aquella noche del 16 de julio el venezolano se desveló esperando los anuncios pertinentes —porque la tardanza fue amarga—. Todos querían saber de qué se trataría la Hora Cero y cuáles serías los próximos pasos. Sin embargo, esa noche se anunció que la ruta se daría al día siguiente. Otra dilación. Y a las horas, se exhibió la verdadera razón detrás del plebiscito: otro placebo. La Hora Cero terminó convirtiéndose en un bochorno: la tan esperada ruta no era más que un paro cívico sin protesta en la calle, cacerolazo —¡Por Dios!— todas las noches hasta el treinta de julio, y una «Gran marcha a Caracas», para el sábado 29 de julio. Llegó el fin de semana y la marcha, nuevamente, fue suspendida.
El chavismo logró imponer la Asamblea Nacional Constituyente empañada de sangre. La oposición parecía más derrotada que nunca. Luego de varios meses en los que la ciudadanía impuso la agenda, el régimen se veía, al final, triunfador. Aquello fue un golpe duro e incomprensible, pero al mismo tiempo se trataba de una oportunidad. La protesta no tenía por qué terminar. La condena internacional a los hechos del treinta de julio fue amplia y todos sabían que aquello había sido un dantesco fraude.
Sin embargo, la traición se volvió a alzar. A los dos días de la estafa, la misma compañía que prestaba el servicio al Consejo Nacional Electoral, Smartmatic, denunció la manipulación de las cifras del domingo 30. Al chavismo no le estaba saliendo todo bien; pero el mismo día en el que se confirmaba que el árbitro electoral había sido el responsable del más grande crimen contra la República, el líder de Acción Democrática, Henry Ramos Allup, informaba su decisión de asistir a otro proceso electoral orquestado por el mismo réferi. Un golpe imperdonable a la ciudadanía.
El resto ya se sabe: una campaña odiosa contra quienes decidieron no acompañar a la dirigencia a meter la cabeza en la boca del lobo; división y riña entre la oposición. Los dignos se apartaron de la infamia y los otros insultaban y agredían. El chavismo, mientras, disfrutaba la victoria que se le estaba cediendo: bajaba la presión interna; se reconocía tácitamente a la ilegítima Constituyente; y la ciudadanía iba perdiendo las esperanzas y la confianza. Se trataba de la derrota de la sociedad y la victoria del totalitarismo.
Y así fue.
Ganaron esa partida.
Pero no fue una victoria amplia, sino un triunfo cedido. Trofeo que solo pueden alzar gracias a las más impúdica complicidad. Por diferentes razones, la pretensión de evitar el colapso del régimen impidió a la sociedad venezolana conquistar la libertad en la heroica gesta de 2017.
El régimen no está fuerte, a pesar de la robustez que traten de aparentar —una ilusión—. Se trata de un modelo insostenible en el que la miseria amenaza cada vez más la estabilidad del crimen. Lamentable que solo haya que tumbarlo; pero se ha preferido sostenerlo.