Eso es para algunos la política. Lo demás, pues es «antipolítica».
La sumisión es para ellos lo ideal. No hablo ahora del régimen chavista, sino de los que «de este lado» plantean imponer un autoritarismo con el fin de suprimir voluntades y discordancias.
Ya que andamos en tiempos de citar a Winston Churchill, aquel gran hombre del siglo XX, aprovecho para recordar un momento de su vida.
En 1901 un joven y prometedor Winston Churchill llegó finalmente al Parlamento. Había ganado en el distrito de Oldham y se perfilaba como la estrella del Partido Conservador. Tenía fama porque había sido un «héroe de guerra» —aunque sobre ello no había precisión—; y además era un notable escritor. En fin, Winston entró por la puerta grande a la política de Reino Unido.
Los tories se sentían confiados con un nuevo e interesante político que lograba atraer la atención de la sociedad. Era irreverente. Incluso, aunque normalmente los nuevos miembros del Parlamento esperan meses para siquiera abrir la boca, Churchill no guardó ningún respeto por aquella costumbre.
Pero lo que no esperaban los conservadores era que tuviesen entre sus filas a un hombre firme y con principios, que no estaba dispuesto a ceder ni claudicar. Cuando Churchill habló por primera vez su debut fue maravilloso. Los miembros de su partido lo aplaudieron, pero lo mismo no ocurriría con sus próximos alegatos.
El padre de Winston, Lord Randolph Churchill, también había sido un político prometedor en Reino Unido. Sin embargo, su carrera se desplomó cuando empezó a ser incómodo para su partido. Ahora el joven Churchill estaba dispuesto a reivindicar al trágico padre.
Winston Churchill basó sus ideas políticas en las ideas de Lord Randolph. Eran sus principios y no cedería. Finalmente su doctrina empezó a ser incómoda para su propia partido. En cada discurso empuñaba premisas irritantes para la gerontocracia de los Cecil que dominaba a los Conservadores. Intentaron suprimirlo. Le acusaban de querer dividir a los tories; pero Churchill no cedió.
En un momento esbozó un sublime discurso. Incómodo, por supuesto, para su partido y el Gobierno. Atacó al ministro de la Guerra, al secretario de Estado y a altos militantes del partido. Pero recibió sólidos aplausos. Fue uno de los discursos que definió su carrera y por el que el periodista H. W. Massingham predijo que Winston Churchill se convertiría en el próximo primer ministro de Inglaterra. No se equivocó el periodista sobre el joven «divisionista» y «radical», quien jamás cedió en sus principios y valores. Al final tuvo que dejar a los tories.
Fue un político Winston Churchill —y quizá el más grande del siglo pasado—. Supo captar los momentos y llegó lejos sin bajar la cabeza. Tuvo enemigos, por supuesto; y jamás dejó de ser incómodo para los que lo rodeaban.
La política es, al final, la lucha por los principios y por la libertad. En esto coincidía Churchill, pero también lo hacen autores. La historia, por su parte, lo confirma. Por lo que la «antipolítica» no puede ser, jamás, la toma de decisiones pertinentes. Tampoco la determinación propia, la individualidad y el disentir.
En cambio, sí es antipolítica todo aquello que choca inevitablemente con la búsqueda incansable de la libertad. Los obstáculos e impedimentos que nublan el camino. De ello hay que salir.
La Mesa de la Unidad Democrática ha tomado la decisión de acudir a las elecciones regionales planificadas por la dictadura de Nicolás Maduro para diciembre de este año. Ya desde este espacio he señalado las razones por lo que esa decisión entorpece enormemente el proceso adecuado para lograr el rescate de la libertad de Venezuela. Sin embargo, es innecesario realmente gastar saliva en ello. Es más que evidente que tal desproporción implica una incoherencia enorme. Irracional.
Pero han insistido.
Quienes hemos ejercido el pertinente derecho a señalar los errores, lo hemos hecho con el fin de impulsar a la Mesa de la Unidad por el camino adecuado. En ningún momento la crítica pretende destruir a esa conglomeración de partidos que, en varias ocasiones, llegó a ofrecer oportunos resultados.
Ideal hubiese sido mantener a la Unidad como mecanismo legítimo para alcanzar el poder. Pero aquello fue entorpecido y se volvió insostenible. Una sociedad no puede cabronear eternamente a un grupo que de alguna manera se encarga de definir la ruta para alcanzar la libertad. El costo de tolerar aquello es inmenso. En Venezuela hay gente muriendo todos los días. La dictadura avanza con sus arbitrariedades. Y aquí se emprendió una lucha verdadera y legítima en las calles, algo que algunos pretenden enterrar.
Si la Mesa de la Unidad se desmorona, es por factores internos que impide a la misma encaminarse en una ruta adecuada y mantener la coherencia. Sin embargo, todo parecía indicar que el proceso para salir de Maduro iba a, inevitablemente, también derivar en el quiebre de la MUD. Y eso es bueno.
Se debe comprender que la Mesa de la Unidad Democrática es solo una plataforma electoral y un conjunto burocrático de partido. Es una coalición, también electoral, de la oposición. No es, en cambio, una entelequia ideal capaz de monopolizar el significado de «unidad». Tampoco la única plataforma por la que debe darse cualquier cambio real en Venezuela. Pero el nombre de la Mesa de la Unidad es maravilloso. Permite condenar a los desertores por fragmentar «la unidad política ideal y necesaria».
En la Mesa de la Unidad no todos los partidos tienen la misma influencia. No hay paridad en la capacidad de tomar de decisiones. Unos pocos, al final, pueden decidir por muchos. Hay intereses, acuerdos y ambiciones. Hay políticos relacionados estrechamente con funcionarios corruptos de la dictadura; y también hay políticos verdaderos. Con principios, valores y comprometidos con el rescate de la libertad. Sin embargo, la coalición de partidos ha decidido asumir una ruta que se hace inadmisible para todo aquel que realmente esté del lado de la sociedad venezolana que ha arriesgado todo en las calles.
Coincido con quienes lamentan lo inminente. Es terrible lo que le han hecho a la Unidad algunos actores, y por ello lo mejor es apartarse.
Ha surgido una oportunidad: la de no someterse. Es hora de combatir el chantaje. «No dividas, ¡sométete!». Esa parece ser la forma en que algunos intentan suprimir a quienes disienten. A las críticas y a las pertinentes exigencias. A aquellos que no ceden en sus principios —y sobre todo que mantienen la coherencia (sustancial en la política para ganar la confianza de la sociedad).
Es el momento de la política —¡de la verdadera!—. Se ha convertido en un tema de principios, ética y racionalidad. Es el momento para que los dirigentes, con valores, se aparten de aquellos que apuestan abiertamente a la cohabitación con un régimen tiránico y a la recuperación de espacios para beneficiarse de la renta y prolongar la agonía. Jamás una guerra se ha ganado con un enemigo entre las filas. Capaz surgió la oportunidad adecuada para apartarse de ellos y rebelarse; y, por fin, encaminar a toda una sociedad.