
En una nación de fanatismos y absolutismos, cualquier crítica a la dirigencia o al liderazgo mesiánico conlleva, inmediatamente, los estigmas de radical, divisionista y otros vocablos con el fin de ofender. Desde acá lo he padecido.
Parece inherente a los dos bandos políticos, tanto en el chavismo como en la «oposición oficial», el férreo rechazo a cualquier vestigio de disidencia. Sin embargo, no deja de sorprender que eso ocurra en las entrañas de un régimen de carácter totalitario. Pero los que anhelan la libertad y la democracia no se pueden permitir ceder a esa devastación moral.
Precisamente uno de los más grandes valores que aún se debe atesorar dentro de la alternativa a la dictadura es la libertad, a la que es inherente la pluralidad de pensamientos. Eso, motivo de orgullo, se debe proteger hasta que el último ciudadano sea dominado y doblegado.
Cuando el opinador ejerce la crítica contra un político ahora, en medio de esta turbia crisis, inmediatamente surge un sector a responsabilizar al que aportó la opinión y lo señala con las más peligrosas ofensas. Sin embargo, se está obviando una realidad universal: la responsabilidad la tiene el político y el descontento del que opina, es, al final, su culpa. Es decir, en vez de erigir la condena en contra de quien opina, se debe preguntar por qué hay un sector, por más pequeño que sea —aunque éste no es el caso—, que no está conforme con el desempeño de cierto político.
Eso no es negativo, en lo absoluto. Es normal. Así funciona el mundo. Así prospera. Y a eso se deben enfrentar quienes han asumido una responsabilidad histórica tan crucial como la que esta coyuntura impone.
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Cuando hace unas semanas redacté un texto sobre la Gran Toma de Caracas en el que aseguré que no había sido un éxito porque no hubo un logro político concreto, no lo hice con la intención de agredir a la oposición, sino de lo contrario. Como millones de venezolanos, mis esperanzas se concentran en la necesidad de libertad. Y cuando se siente que el rumbo que la dirigencia está tomando no es el correcto, es la obligación de un escribidor hacer un llamado de atención.
Con las críticas y la exigencia a la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) no se busca, nuevamente, agredir a la oposición. Mucho menos, como la falta de perspectiva les hace afirmar a algunos, “hacerle el juego al gobierno”.
El problema está, se puede percibir, en que de este lado —como del otro siempre ha sido—, ha surgido una suerte de fanatismo irracional que impide que nazca, al menos, cierto escepticismo en torno a liderazgo oficial.
Es urgente entender que la Mesa de la Unidad no es un fin político, como a través de varias declaraciones ellos quieren hacer creer. No representan a toda la oposición, ni tienen la hegemonía de la Unidad (sic). La MUD, en cambio, es una plataforma que debe servir para impulsar acciones que logren victorias políticas concretas. Su deber es encauzar y capitalizar el descontento para que, luego, la ciudadanía la trascienda e imponga las exigencias sobre el régimen. Es el piso, no el techo.
No se puede permitir que la MUD pretenda capitalizar la “unidad” como fuerza política. Es falso que todo lo que está dentro del único lineamiento es correcto, y todo lo que esté fuera, no lo es. La verdad, aunque sea difícil, es que es un instrumento.
Desde hace varios años, la Mesa de la Unidad Democrática asumió una responsabilidad colosal y, ciertamente, difícil. De eso no hay duda. En ningún momento se puede caer en la imprudencia de banalizar la crítica situación. Sin embargo, quienes asumieron el compromiso deben responder a las exigencias de la ciudadanía y estar dispuestos a acatar sus demandas. En el caso de que impere la incapacidad, deben ceder espacios a otras alternativas. No atacarlas.
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En estos momentos los ciudadanos —aunque algunos políticos no lo puedan ver porque aún gozan de los beneficios de algunos espacios— están desesperados. Es cierto: mientras más tiempo pase, más desprestigiado estará el régimen, pero aplicar esa estrategia sería completamente criminal. El cambio es una urgencia humanitaria.
La Mesa de la Unidad tiene la responsabilidad de “sacarnos del pantano chavista”, pero parece, como muy bien escribe el historiador Elías Pino Iturrieta, “que les está costando demasiado”. Frente a esa perspectiva, abrazada por gran parte de la sociedad civil, surge una demanda que no puede ser ignorada. Y embestir a quienes exigen, o no escuchar a los inconformes, es una deslealtad con quienes asignaron la responsabilidad a la dirigencia (los electores).
Por último, en ningún momento la crítica hacia la Mesa de la Unidad Democrática pretende destruir a esa conglomeración de partidos que, en varias ocasiones, ha ofrecido algunos buenos resultados —y se han reconocido en estos espacios. Es una exigencia y una muestra de disconformidad que debe ser escuchada. La circunstancia está revelando que la ciudadanía necesita más que lo que la dirigencia ha planteado y ha podido ofrecer. Los tiempos de candidez deben dejarse atrás. Se debe elevar el desafío y convertirse en una fuerza que realmente sea incómoda al régimen.
No se trata de un capricho. El respaldo popular y el mandato que dio la ciudadanía el pasado 6 de diciembre así lo reclaman.